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El ántrax ya mató en Rusia

Una fuga en un laboratorio militar de los Urales provocó en 1979 una mortífera epidemia en Yekaterinburg

Pilar Bonet

En la segunda semana de abril de 1979 los médicos de la ciudad soviética de Sverdlovsk (hoy Yekaterinburg) se vieron desbordados por una epidemia que, con la apariencia de una fuerte gripe, producía hemorragias cerebrales y destrozaba los pulmones de sus víctimas. Las causas de aquel mal, mortal para varias decenas de personas, fue una fuga de esporas de ántrax en unas instalaciones militares (la ciudad número 19) que siguen existiendo en un barrio de Yekaterinburg. Las autoridades comunistas locales atribuyeron las muertes a una partida de carne supuestamente contaminada. Sin embargo, tanto los médicos que practicaron las autopsias de los cadáveres como los familiares sospecharon siempre que Borís Yeltsin, entonces máximo dirigente de la provincia, no decía la verdad.

'Los enterraron en una zona especial y los rociaron con cloro', recuerda un familiar
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Años más tarde, en 1992, el mismo Borís Yeltsin, ya presidente de Rusia, promulgó un decreto en el que prohibía los experimentos biológicos con fines militares, que la URSS efectuaba pese a ser firmante de la Convención de Armas Biológicas de 1972. Los experimentos habían comenzado en los años veinte, y para efectuarlos se fundó un enorme consorcio -la empresa Biopreparat- que empleaba a docenas de miles de personas. El laboratorio de Sverdlovsk, donde ocurrió la fuga de ántrax en 1979, era parte de la red de centros de investigación de Biopreparat.

La doctora Faína Abrámova, que en 1979 era uno de los médicos forenses de la clínica municipal número 40 de Sverdlovsk, recuerda la tarde en que le pidieron que examinara el cadáver de un enfermo que había ingresado con la temperatura muy alta, trastornos respiratorios y pérdida del conocimiento. Los médicos querían saber si se trataba de un brote infeccioso. 'Yo no había visto nunca un caso de ántrax', dice Abrámova, que ha cumplido ya los 80 años, 'pero la jefa del departamento nos dijo que le habían pedido que preparara camas para personas con esa enfermedad y nos puso sobre la pista'. Abrámova consultó sus manuales, recogió pruebas del tejido cerebral y las mandó al laboratorio. 'Lo sorprendente era que aquel ántrax no había afectado la piel, sino los órganos internos y, sobre todo, los pulmones'.

A la autopsia acudieron muchos colegas que sentían curiosidad. En otros hospitales de la ciudad habían aparecido enfermos con cuadros clínicos semejantes y la ciudad era un hervidero de rumores. Abrámova recuerda que una de sus ayudantes le susurró al oido que la noche anterior había participado en la autopsia de un cadáver con unos síntomas parecidos. Abrámova reclamó aquel cuerpo y comparó el cadáver de hombre de 36 años que había participado en unos entrenamientos militares en la ciudad número 19 y el cuerpo de otro hombre de más de 60 que trabajaba en los laboratorios de aquel centro. Ambos tenían síntomas parecidos.

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Las fechas de las primeras defunciones, a principios de abril, coinciden con el fin del periodo de incubación de las esporas que habían sido lanzadas a la atmósfera una semana antes. Un técnico había quitado un filtro atascado en la planta donde los cultivos fermentados se secaban para poder ser usados en aerosoles. El responsable del turno se había olvidado de dejar instrucciones para que reemplazara el filtro. Durante varias horas y hasta que se detectó el fallo, el potente sistema de secado lanzó a la atmósfera millones de esporas. Esta versión de lo sucedido es confirmada por Ken Alibek, uno de los jefes de Biopreparat, que en 1992 huyó a Estados Unidos y que hoy asesora al Pentágono en temas biológicos.

Los obreros de la fábrica de cerámica vecina a la ciudad número 19 comenzaron a caer como moscas. El 10 de abril, al volver del trabajo, Vera Koslova se sintió mal. Tenía 40 grados de fiebre y tosía. Entre los primeros síntomas y el fallecimiento pasó menos de un día, según recuerda Nadia Málkova, hija de la fallecida. Nadia ni siquiera vio a su madre muerta, porque las autoridades sanitarias lo impidieron. 'No murió sola. Varios de sus colegas de taller fallecieron en la misma fecha. Al entierro sólo dejaron ir a un hombre de cada familia. Los enterraron en una zona especial del cementerio y los rociaron con cloro', afirma Málkova.

Una serie de extraños personajes aparecieron después en el domicilio de Málkova y en los edificios vecinos a la ciudad número 19. Llevaban máscaras y trajes blindados, recogían la tierra, limpiaban las fachadas, asfaltaban la calle y no explicaban nada. Otros hombres penetraron en casa de Málkova y le confiscaron la carne y las verduras de la nevera, así como las sábanas de su madre. Unas enfermeras le dieron unas tabletas de tetraciclina, y dos misteriosos funcionarios le obligaron a firmar un documento por el que se comprometía a no contar nada de lo sucedido. Aquello hizo sospechar a Málkova que la versión de la carne contaminada no era verdad. 'Mi hijo Andrei, que entonces era pequeño, había dormido en la misma cama que mi madre y no se había contagiado', afirma Málkova, que no puede contener las lágrimas cuando recuerda aquello. El certificado de defunción, que tardó en obtener, atribuía la muerte de su madre a 'una infección no identificada'. Hoy, el número exacto de víctimas sigue siendo un misterio. Hay más de 60 casos documentados y posiblemente hasta varias decenas más que podrían haber sido archivados como víctimas de afecciones gripales. La doctora Abrámova y el doctor Lev Grinberg participaron en 42 autopsias y se las apañaron para conservar la documentación de su trabajo, pese a las instrucciones para entregar todo el material relacionado con las autopsias. A diferencia de las historias médicas de los enfermos, que fueron confiscadas, los análisis encargados por los forenses se han conservado y Abrámova y Grinberg se sienten satisfechos del sistema de complicidades médicas, que les permitió burlar a los representantes del Ministerio de Defensa y del Comité de Seguridad del Estado.

La complicidad pasaba por el académico Nikíforov, uno de los dos altos funcionarios médicos que llegaron desde Moscú para controlar la situación. Nikíforov, un especialista en ántrax, soñaba con poder utilizar los datos de aquella epidemia en sus trabajos científicos. Para ello, estaba dispuesto a ignorar que la enfermedad se había propagado por vía respiratoria, un dato secreto, ya que ponía sobre la pista de los aerosoles desarrollados en el programa de armas biológicas soviético. 'Nikíforov nos pidió que describiéramos los síntomas, pero que no sacaramos conclusiones', recuerda Grinberg. Tras la caída de la URSS, Abrámova y Grinberg publicaron las investigaciones que protegieron durante 12 años.

La incógnita de las vacunas

Los contagios de ántrax que se producen en la naturaleza y los inducidos por un agente elaborado en los laboratorios se diferencian entre sí, según explica el doctor Grinberg. En el primer caso, una sola cepa es responsable de la enfermedad. En el segundo, se puede tratar de una mezcla de diferentes cepas, que no existe en la naturaleza. En el brote de Yekaterinburg en 1979 había cuatro de las seis cepas de ántrax que Grinberg considera identificadas. El doctor aventura como hipótesis que en Estados Unidos no se vacuna a la población, porque o bien la cepa que usan los terroristas no está en la lista de las seis variedades de ántrax identificadas, o bien porque se trata de una cepa conocida contra la cual no existe vacuna. La población cercana a la ciudad número 19 fue vacunada masivamente. Grinberg sostiene que la vacuna rusa, producida por el ministerio de Defensa, es 'bastante eficaz', pero, según él, no supera los requisitos médicos para ser producida en EE UU.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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