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EL CINE ESPAÑOL PIERDE A UNO DE SUS MEJORES ACTORES
Columna
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Un coloso del pueblo

La última vez que le entrevisté, con motivo de su trabajo como Goya con Saura, Paco Rabal y yo comimos juntos. Antes de iniciar la entrevista propiamente dicha transcurrieron muchos recuerdos y bastantes copas. Aunque, por entonces, nuestro Paco se mostraba relativamente comedido: 'Me han prohibido beber, ¿sabes? Oye, ¿esto lo va a pagar el periódico?'. Le dije que sí y pedimos un buen cava. Una botella tras otra. 'Como me vea Asunción...', decía. 'Anda, que no has tenido tú suerte con Asunción.' Asintió, complacido: 'Me dio cuerda larga y, de vez en cuando, un tironcito. Claro que, de otro modo, a saber si yo lo habría aguantado. Mi padre, cuatro o cinco años antes de morir, me dijo: 'No te agradezco el chalé que me has comprado, te agradezco la mujer que tienes. Puedo morir tranquilo, porque sé en las manos en que te dejo'. Y tenía razón'.

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Al conocer la muerte de Paco Rabal he recordado sus palabras, sabiendo que, como su padre habría querido, el actor más amado de nuestro cine ha tenido los brazos de Asunción rodeándole en su final. Su final en Burdeos, como el de Goya, pero no de destierro y amargura: regresaba de recibir un premio, un homenaje, volvía de reconfirmar la universalidad de su arte. Tan español como era, y tan de todos.

Era bien entrada la tarde cuando le dejé, después de aquella comida. Caminó hacia el taxi erguido, algo envarado, metido en la prisión de un cuerpo que le estaba traicionando mientras su mente, sus recuerdos, su arte y su voz extraordinaria poseían aún la frescura de las sábanas limpias. Fue la última vez que le vi, pero no puedo decir que no vaya a llevarle siempre dentro. Paco Rabal fue el primer actor que hizo de obrero creíble en el cine español: en Hay un camino a la derecha, de Francisco Rovira-Beleta, bordando un papel en el que podíamos reconocer la frustración y el dolor de aquel país de los 50.

Caminó hacia el taxi, digo, con el empaque de un navío. No de un transatlántico de lujo. No, era una goleta que avanzaba al compás del viento, uno de aquellos barcos aventureros que encarnan en nuestros sueños la dignidad y la intrepidez de la aventura humana. Paco Rabal era un hombre del pueblo y el pueblo, cuando lo hace bien, crea colosos: hoy podemos decir que ha muerto alguien que es inmortal.

Poco antes de separarnos me había pedido consejo sobre una peliaguda cuestión. Resulta que, después de mucha insistencia por parte de La Moncloa, Asunción Balaguer y él habían accedido a ir a cenar con los Aznar, 'porque no queríamos quedar como groseros', dijo. Ya en el lugar, Rabal ponderó un ejemplar raro de una obra de César Vallejo. '¿Te quieres creer que al día siguiente el presidente me mandó el libro con una carta?'. '¡No me digas! ¿Y cuál es el problema?'. 'Pues que yo le respondí dándole las gracias, y pensé que ahí había terminado todo'. '¿No fue así?'. '¡Qué va! Me volvió a escribir dándome las gracias por habérselas dado, y yo tuve que contestarle con un nuevo agradecimiento. Ahora tiemblo, pensando que esto puede seguir...'.

Paco Rabal. El actor, la persona, la inmensidad torrencial de su palabra, sus recuerdos... Era un tremendo narrador de historias y poseía la voz varonil más sensual. Me llamaba 'murciana', porque él era de Águilas, y mi madre, de Cartagena. Como dicen en las películas norteamericanas cursis: 'Ya te estoy echando a faltar'. No puedo desear que descanses en paz, Paco. Descansa en bulla. Y disfruta, como gozaste siempre. Sólo a nosotros nos queda el llorar.

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