¡Ay, Pacorrabá!
¡Ay, Paco, Paco! Te mueres plácidamente, en uno de esos aviones, cuando estoy seguro, ¡no te jode!, de que no lo hubieras querido así, precisamente tú, con las alegrías que has derrochado hasta el final. Seguro que hubieras preferido morirte, y sólo como imperativo legal, en una de esas francachelas a las que tan aficionado eras. Varias veces pretendiste que te acompañáramos a alguna, pero sabías que no podríamos seguirte en tu marcha vital, mientras te reías de nuestra presunta juventud. Nos hundías. Tú con copas, claro, y nosotros, tontamente, apurando al camello para que nos camuflara con sustancias la fuerza que tú tenías.
Desde que empezaste, tío. Arrebataste a todas y a todos con tu imagen de bello galán, no sólo insólito para aquella pobre España de los cuarenta y los cincuenta, sino también para el cine de otros países, Antonioni, Rivette, Chabrol, Friedkin, Visconti, y sobre todo tu entrañable tío Buñuel. ¡Lo bien que os lo pasásteis! ¡Y lo que aprendiste con aquel cazurro genial!
Tú tenías verdad, no te traicionaste. En Águilas, ¿te acuerdas?, cuando de niño esperabas cada día a tu padre minero, que enfermaba por momentos, y al que sólo pudieron salvar tus primeros sueldos como artista, viste que la vida era una guerra entre ricos y pobres. Te hiciste famoso y puede que hasta ocasionalmente rico, pero nunca dejaste a tu gente. En Águilas, donde una vez estuvimos, ellos te querían precisamente por eso. Aunque hubieras hecho decenas de películas, recorrido triunfalmente medio mundo, y aunque te hubieras tirado con la gorra a las mujeres más de tu gusto, te echabas un mus con ellos, cantabas en sus coplas, y te pasabas de rosca en el chinriguito de toda la vida. El mundo estaba en tus manos, y tú en Águilas. Fuiste legal.
Cuando ser comunista se pagaba hasta con la vida, no te importó declarar que esa era tu elección, y lo demostraste con proyectos de teatro popular (te sacaron en el No-Do aunque te negaron subvenciones), apoyando a desamparados directores jóvenes, divulgando tu solidaridad con presos y desterrados. Y eras tan encantador, tío, que los más fachas se quedaban atónitos ante tu desparpajo. Igual no eras lo que suele llamarse culto, pero la sinceridad que te salía de dentro era mejor que cualquier marxismo teórico. Me parece que en tus chácharas nocturnas trabajaste más por la libertad que varios de nuestros futuros próceres.
No sé, Paco. Siempre fuiste cojonudo. Y daba igual que te estrellaras dos veces en coche y que tu rostro se fuera deformando, y que te fueras quedando calvo (¡estabas tan gracioso en aquella época del evidente peluquín!), y hasta que te olvidaran por un tiempo en el cine español. Tu voz cazallera, tu gordura, tus cicatrices, eran un reflejo del tiempo que estábamos viviendo, de la agonía de unos sueños y de la alegría de vivir, y volvieron a llamarte, y volviste a triunfar, porque no había quien pudiera frenarte.
La gente te queremos, Paco. Es muy raro alguien como tú, tan de cara. No tenemos costumbre, Paco, Pacorrabá, como te llaman en el pueblo. Te hiciste allí un chalecito frente al mar, rodeado de los restos de las viejas minas -un paraíso, decías-, y le llamaste Milana Bonita, como tu genial tonto de Los santos inocentes llamaba al pájaro libre, y por el que te dieron premios. Lo asimilabas todo con tal naturalidad que te llevaste el nombre de tu triunfo a aquel remanso de tu niñez. Esa coherencia nos ha calado a todos, y te hemos admirado más allá del halago por tus trabajos. Ahora recordaremos tus triunfos y anécdotas, pero el hombre, tío, el que tú has sido, ese se queda con nosotros.
Babelia
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