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EL CINE ESPAÑOL PIERDE A UNO DE SUS MEJORES ACTORES
Columna
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La voz rota

No interpretaba y parecía que interiormente casi no actuaba mientras lo hacía; deslizaba bajo su piel la piel del personaje y se apoderaba físicamente de él, nunca al contrario; devoraba, secuestraba a ese personaje, no lo componía. Y luego, una vez devorado lo expulsaba hacia los ojos del espectador con una energía ilimitada. John Proctor nació bruscamente cuando Francisco Rabal lo hizo suyo en el escenario del Teatro Español de Madrid en aquel lejano y memorable montaje de Las brujas de Salem donde él hizo suya la palabra sublevada de Arthur Miller y golpeó con su inmensa voz rota a los inquisidores fascistas de su propia tierra, de esta tierra que era una parte visible de su identidad moral y física.

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Pero había veces que su voz rota se rompía aún más cuando bajaba algunos peldaños hacia dentro de sí mismo y Rabal murmuraba desde dentro de sus vísceras, sorbiendo el aire, en un registro parecido al de su tío Luis Buñuel, que debió sentirse más en España que nunca en la doble cara de la plenitud de su idioma que le regalaron Fernando Rey y Francisco Rabal en su genial relevo de Viridiana. La golfa ironía con que el libertino Rabal recibe en su tute íntimo a la prima beata Silvia Pinal, al final de la película, es uno de los instantes murmurados más sutiles y afilados que ha dado el cine. Y es inimaginable fuera de la mirada frontal y oscura de Rabal.

Era un genio en su oficio, porque no lo tenía o parecía no tenerlo. Insisto en que no interpretaba sino que vivía, era lo que hacía delante de una cámara o asomado a la boca de lobo de un escenario. No aprendió su oficio porque representar era en él un rasgo ingénito, no aprendido. Y no aprendió su oficio porque él lo inventó. Su manera de vivir la escena o el encuadre carece de sombra o de equivalencia. Lo que Rabal hacía y cómo lo hacía, su asombroso poder de simplificación de lo complejísimo, que le permitía meter a toda una criatura escénica o cinematográfica en un solo gesto simple e instantáneo, es un milagro que sólo Rabal alcanzó y que se ha ido para siempre con él.

Con ese oficio no aprendido creó, mediante un genial golpe de rudeza, el milagro de delicadeza del personaje Azarías de Los santos inocentes. Es un prodigio que tardará mucho tiempo, si es que alguna vez alguien lo alcanza, en tener algo que se parezca a una equivalencia. Nunca con una tan conmovedora ternura se ha cantado a la dignidad y el orgullo del hombre como Rabal lo hizo cuando metió bajo su piel a la de aquel bracero extremeño, un humillado sin límites, un mísero absoluto, que él convirtió en uno de los más hondos e insobornables prototipos de gallardía que nos ha dado el cine.

El lado trágico del gesto de Francisco Rabal está por entero ahí, pero también lo está de forma transparente, casi solapadamente, en escalones menos solemnes de su hermosa e inabarcable obra, que es la de uno de los más recios y elevados artistas que nos ha dado España en el siglo XX. Lo está, para entendernos, en su formidable mano a mano con Juan Luis Galiardo en El disputado voto del señor Cayo; y lo está en los rizos y los bordados de aquel Juncal que hechizó a España. Y allí, con recursos de comedia e incluso de sainete, Rabal dedujo esquinas y matices de esperpento y de tragedia española profunda metida dentro de un hombre común, de ahí al lado, conocido, cercano, amistoso, reventando de vida y de ironía. Es casi el mismo hombre que Rabal volvió a reinventar en su trepidante, lleno de astucias, dúo con Arturo Fernández en Truhanes, que alcanza e incluso va más allá del solemne Becket, que Rabal hizo estallar en su genial pelea escénica con Fernando Rey en otro -o quizá es el mismo- olvidado escenario madrileño.

Francisco Rabal no necesitó aprender su oficio, pero no era un actor aislado, sino un hombre de escuela, de vieja escuela. Él elevó al estrellato las formas de actuación forjadas por la gran tradición de los intérpretes llamados secundarios -y que en realidad son pequeñas e inimitables estrellas cada uno- del cine español. Es la escuela que alguien llamó alguna vez de las voces rotas, de las voces cascadas, que Rabal logró impregnar de universalidad expresiva, lo que le condujo a ser parte de prácticamente todas las cinematografías que cuentan a uno y otro lado del mar.

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