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Columna
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Valencias

Vicente Molina Foix

Tomo prestado el título de esta columna a Pere Gimferrer, autor hace ocho años de Valències, un libro de ensayos diversos que tituló así jugando con los significados y las circunstancias;lo publicaba en Valencia el editor Eliseu Climent, el poeta catalán reconocía unos antecedentes familiares valencianos, y la palabra valencia era evocada tanto a partir de la 'fortaleza' o 'valía' de su antiguo topónimo como en el sentido químico: capacidad de combinación de los elementos en cada átomo.

A raíz de la aparición en el suplemento dominical de este periódico de un largo artículo mío sobre Valencia (EPS, 18 de marzo), varios lectores valencianos han escrito cartas haciéndome reproches, en general referidos a una supuesta visión de su ciudad excesivamente dulce. A todos -y a los que mostraron satisfacción y acuerdo- les agradezco el hecho de leerme, la molestia de escribirme, aunque no creo que su apreciación responda a la verdad de todo mi artículo, donde la debilidad que siento por esa capital no me impedía mencionar sus tachas. Pero esta columna no es un ajuste de cuentas ni una disculpa. Quiere ser una pequeña reflexión atomizada a partir de Valencia, como podría serlo de otra ciudad, de otro visitante que escribe sus impresiones de viaje, de otros ciudadanos insatisfechos.

Con las ciudades se viven matrimonios del cielo y del infierno, como con las personas. Muchos no lo reconocemos. Si algo huele mal o funciona mal (en los transportes públicos, en la cama), si una calle está sucia porque han dejado algunos tiradas sus interioridades, como lo suele hacer tu pareja en el cuarto de baño, enseguida te acuerdas del alcalde, y es poco probable que acudas a examinarte ante el espejo. ¿Es ella o eres tú? ¿No seréis los dos? No hay ciudad que aguante la convivencia de muchos años sin darte malhumor. Por hermosa y bien asfaltada que esté. Si es silenciosa y recoleta la encontrarás un día aburrida, y si los jóvenes -hijos que tú has engendrado con ella- se lanzan a la calle con envases de plástico llenos de un líquido indeterminado que ellos beben interminablemente, te quejarás del ruido o del pis que hacen. Tenemos que chincharnos y tragar, saltar como podamos las zanjas de las obras municipales, si queremos vivir en la gran ciudad moderna.

Claro que hay ciudades soñadas, pero no están en ésta en la que tú, valenciano, o nosotros, madrileños de adopción, hemos ido a caer.Los Situacionistas tenían una solución para los que se hartan de patear y manosear la misma piel marital de un barrio, una calle, una escalera de vecinos. Revoluciona tu vida cotidiana y así cambiará la arquitectura y el tejido urbano que te rodea, decía uno de los manifiestos primeros de la Internacional Situacionista, inspiradora luego de los sesentayochistas que pintarrajearon en París el eslogan 'debajo del adoquín,la playa'. Gilles Ivain, otro de los más formidables visionarios (como Guy Debord) de aquellos ismos que fermentaron en el espíritu de Mayo del 68, hablaba de 'habitaciones que lleven a los sueños más que cualquier droga y casas donde uno no podrá hacer sino el amor'.

Mientras llegue el momento de que usted -lector descontento- o yo nos decidamos a emprender juntos esa radical transformación del agobiante, dilapidado, chillón, especulativo sistema vital de nuestras ciudades, recordemos todos lo felices que un día fuimos con ellas mismas. ¿Han cambiado tanto, o somos nosotros? ¿Tiene Valencia la culpa de que allí se grabe Tómbola y no salga un diario en valenciano, o eso se arregla sólo en las urnas?

Las ciudades duran más que nosotros, aunque cada uno de sus habitantes la hace durar con su día a día. Cuanto más grande la hagamos, más deseada será por otros y menos nuestra. ¿Un amor imposible, entonces? Queda retirarse a vivir en el campo o hacer un viaje de vez en cuando. Como los que yo hago a Valencia para remover los átomos de mi hastío madrileño con esa apetecible y estimulante piel ajada por el diario contacto sexual de los valencianos.

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