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Columna
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Lenguaje ordenado

La intención que manifiestan nuestros gobernantes de instalar ordenadores en todos los colegios es, sin duda, una intención loable. Es una máquina de la que difícilmente se podrá prescindir si uno quiere estar integrado no ya en la red sino en la sociedad misma. Quien no posea o, al menos, maneje con soltura un ordenador está condenado a ser un marginado.

Toda máquina requiere un usuario, como sabemos. La máquina es un instrumento útil, de mayor o menor dificultad de manejo según su complejidad, pero un objeto dependiente del ususario. Por lo tanto, no parece prudente dejar en sus solas manos aquellas decisiones o actividades que nos pertenecen. Por ejemplo, el lenguaje. Les contaré una anécdota. Una profesora estaba regañando a un alumno en clase porque éste acumulaba demasiadas faltas de ortografía. La profesora le explicó que tenía que conocer la ortografía, esto es, la parte de la gramática que se ocupa de la manera correcta de escribir las palabras. Y el alumno le contestó que no lo necesitaba, que para eso tenía el ordenador, que le corregía.

Esa actitud puede traer dos consecuencias significativas; primera: que se pierda la escritura manual; segunda: que depositemos nuestro conocimiento básico de las estructuras del lenguaje en el ordenador. Quedaríamos así reducidos a un solo conocimiento intransferible: el habla. Todos los demás, referidos al lenguaje, se los transferimos y, claro, empezamos a depender de él. ¿Es buena esta dependencia? ¿Nos mejora o nos empeora?

Teniendo en cuenta que el lenguaje es lo que ha hecho al ser humano, por encima de cualquier otro factor, parece un poco fuerte prescindir del conocimiento personal de la gramática. Una cosa es almacenarlo y utilizarlo a nuestra conveniencia y comodidad y otra prescindir del conocimiento en la creencia de que lo tenemos almacenado en lugar seguro. Por ejemplo, un manco se ve obligado a guardar su brazo ortopédico por la noche; pero pregúntenle si no preferiría conservar su brazo real siempre unido al cuerpo. Pues el lenguaje es aún más singularmente nuestro que las piernas.

No sé si nuestras conexiones entre cerebro y ordenador llegarán a ser iguales a las que hay entre mano y cerebro, por ejemplo, pero de lo que estoy seguro es de que, aunque lo fueran, yo no me cortaría las manos; no por perder la posibilidad de tocar las teclas del tablero -podría aprender a tocarlas con la nariz- sino por una cuestión de integridad. Me gusta estar entero. Por lo mismo, no podemos perder los conócimientos básicos y la ortografía es un conocimiento básico y personal.

Perder la ortografía (porque en la anécdota referida, no se deposita meramente: se pierde) nos podría llevar a una situación paradójica: Acabaríamos dificultando la lectura por no saber reconocer numerosas palabras o confundirlas con otras en razón de su grafía. Eso puede parecer un disparate, pero quien pierde el conocimiento de la palabra está dañando muy seriamente estructuras elementales y sustanciales de la expresión. Cada vez que, como educadores, aceptemos la respuesta de aquel alumno a su profesora, lo estaremos empobreciendo, no enriqueciendo. Al ordenador hay que usarlo, e incluso quererlo, pero no adorarlo.

Informatizar a todos los alumnos, incluir el ordenador en la enseñanza obligatoria y gratuita... es un paso necesario. Pero conviene también enseñar a ponerlo en su lugar, a fijar su condición de elemento de ayuda; impescindible, si se quiere, pero ayuda. Es posible que lleguemos a estar tan unidos a él como el cerebro y la mano, pero no conviene confundir las funciones: el cerebro soy yo. Otra cosa es que un día, en el futuro, ya no sobreviva el lenguaje tal y como lo conocemos. Mientras tanto, no es necesario perder lo que ya tenemos; sobre todo si es verdad eso de que el saber no ocupa lugar.

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