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Desde la otra orilla

Como se sabe de siempre, las cosas, aunque se parezcan, no se ven igual de un costado que del otro. Vale la pena, entonces, contar cómo los latinoamericanos hemos vivido estos 25 años de la moderna monarquía española, desde aquel ya lejano 1975 envuelto en las brumas de las dictaduras en que entonces habíamos caído.Chile había visto derrumbarse, en l973, el experimento socialista de Salvador Allende y la dictadura del general Pinochet vivía sus tiempos más duros. En Uruguay, el país de más larga tradición democrática de América Latina, habíamos sucumbido pocos meses antes a una dictadura militar. En la Argentina se hacía pedazos el Gobierno de Isabel Perón, en medio de un fenomenal descalabro económico y una acción guerrillera creciente, que la llevarían al desenlace militar en marzo de 1976. En Perú se desfondaba el experimento militar-populista del General Velasco Alvarado -El Chino, que, como se ve, ya lo había entonces- y se abría paso el también Gobierno militar de Morales Bermúdez. Desde 1964, el Brasil, la mayor potencia regional, vivía una dictadura militar institucionalizada, en la que cada cuatro años se iban alternando diversos generales en el poder. Desde ya que Paraguay seguía su siesta stroesnerista, mientras su vecino Bolivia también estrenaba la dictadura del general Bánzer. Solamente en el norte, Colombia y Venezuela mantenían la estabilidad, entretanto América Central no salía de la violencia, y México, de la larga hegemonía del PRI.

Hundidos en aquel pesimismo, no podíamos mirar con gran expectativa la reinstauración monárquica en España. La muerte de Franco, por cierto, era un aldabonazo histórico, pues desde la guerra civil y su posterior dictadura, España había quedado desgajada de sus antiguas colonias, como el Portugal salazarista estaba a años luz de distancia de su viejo reino de Brasil. A mucha gente le cuesta aún hoy entender lo que fue ese desgarramiento. México rompió relaciones diplomáticas con España y se abre desde entonces un largo periodo de incomunicación. Por supuesto, la gente común, las familias, se siguen viendo, pero el vínculo ha quedado rotundamente cortado. La España del exilio es la única que se reconoce. No se leen revistas españolas, muy pocos autores aparecen en las bibliografías.

Para peor, aquella oleada de dictaduras avecindaba nuestro mundo a la España franquista, que incluso inspiró a algunos dictadores como el general argentino Juan Carlos Onganía.

La reinstauración monárquica, entonces, era mirada desde una distancia escéptica. Aquel Rey joven, educado por Franco, no parecía prometer un gran cambio. La monarquía misma resultaba algo antihistórico en un mundo que ya había vivido el proceso de caída de los imperios y la descolonización de Asia y África. Simplemente parecía escribirse otra página en aquella historia de una España clerical, tradicionalista, aislada de Europa, cuyo paisaje exhibía aún el folclorismo de los toros y las viejecitas de pañoleta negra y falda amplia.

Alumbra entonces la gran sorpresa. El inesperado Adolfo Suárez y su conducción luminosa de la transición. La aparición de EL PAÍS y Cambio 16, que se instalan rápidamente en nuestra gente como las nuevas referencias. El Pacto de Moncloa. La extraordinaria Constitución de 1978, reconociendo autonomías e instaurando una democracia parlamentaria moderna. El destape en las costumbres. Y la prueba definitiva del 23-F del 81, que es de esos episodios como la toma de la Bastilla, que más que como hechos poseen una fuerza reveladora y un simbolismo iconográfico que los desborda. En el 82 llega Felipe González y demuestra que el viejo socialismo romántico era capaz de modernizar un Estado del siglo XX. España entra a la Comunidad Europea y ratifica en referéndum su presencia en la OTAN. Todo lo otro está muy cerca. España moderna, España próspera. Rotación de los partidos en el poder y Aznar en el Gobierno, haciendo la segunda demostración que necesitaba la política española: una derecha democrática, capaz de exorcisar para siempre los fantasmas franquistas e incorporarla a la prosperidad occidental.

En un lapso tan corto, ningún país contemporáneo ha cambiado tanto y para bien. Y eso ha sido una noticia formidable para nuestra América Latina. Los uruguayos no podemos olvidar, ni olvidaremos, la visita de los Reyes en 1983, cuando languidecía la dictadura militar, pero el diálogo con los partidos para iniciar la transición estaba trancado. El Rey nos recibe en la Embajada de España a todos los dirigentes políticos. Esa foto fue sólo publicada por dos semanarios opositores, que fueron clausurados, pero ella fue un icono. Y la multitud que rodeaba la Embajada española mostró que la democracia ya era irreversible. Si alguna gente dudaba en España del valor de esas visitas reales, la de Montevideo fue definitiva: en Juan Carlos nadie veía otra cosa que la democracia. Ya era un símbolo.

De aquí a hoy, toda América Latina se ha revertebrado con España. Las inversiones son notorias. Los bancos españoles campean. La televisión nos aproxima, pues ya todos miramos, de un lado y el otro, los mismos partidos de fútbol de aquí y de allá. Y, lo más importante, hemos reconstituido una civilización. España en Europa no es sólo un Estado, es la cabeza de un vasto mundo que habla su idioma. América Latina tampoco es sólo una región en desarrollo: es una clase media en ascenso, cuya cultura está en Europa a través de su Madre Patria y avanza incontenible en el rico norte de América.

Todos sabemos que esto hubiera sido imposible sin el símbolo de un Rey prestigioso y una familia detrás hacia la que el mundo mira con respeto. Como pensamos también que sin esa monarquía muy difícil sería preservar la unidad de España en tiempos de nacionalismos exacerbados y terrorismo. Que esto lo diga un viejo republicano, formado en una casa republicana, en un país republicano y laico, es mucho decir. Pero qué alegría la de poder hacerlo...

Julio María Sanguinetti ha sido pesidente del Uruguay (1985-1990, 1995-2000).

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