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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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A quién le importa

Juan Cruz

Después de la reciente visita del presidente argentino, Fernando de la Rúa, a la Real Academia Española, el director de esta institución, Víctor García de la Concha, comentaba con satisfacción, y con el optimismo mitigado por la experiencia de haber sido optimista antes muchas veces, la reacción que siempre encuentra en los políticos iberoamericanos, incluido el presidente Aznar, ante la evidencia de que la lengua española tiene un enorme potencial que ha de aprovecharse porque no es sólo, con serlo tanto, una lengua de cultura, sino porque es un medio de comunicación y de comercio con escasos rivales de su envergadura. Sin duda, esa convicción del académico español es ahora compartida tanto por los intelectuales como por los administradores públicos de todos los países donde nuestra lengua es predominante. Pero no basta.El propio De la Concha, que ayer recibía en Oviedo el homenaje de los Premios Príncipe de Asturias al trabajo que las academias han hecho para añadir concordia a la cultura, explicó tras aquella visita de De la Rúa que el español es tan potente que puede crecer en su competencia, donde se establezca, con el portugués y con el inglés; ese desafío, dijo, "no debe inquietarnos, porque nuestro idioma ha demostrado durante siglos que sabe enriquecerse con cuantas aportaciones recibe".

Un idioma rico, abierto, pero aún insuficientemente apoyado. Instituciones como el Premio Cervantes -que tan discriminatorio es, en su costumbre, con la abundancia de escritores iberoamericanos, pues existe el hábito de premiar un año a un español y otro año a un hispanoamericano, como si hubiera en juego dos países, o dos literaturas-, como el propio Instituto Cervantes, o como la Casa de América, o como este mismo Premio Príncipe de Asturias, que ha subrayado a tantos escritores del español a lo largo de su trayectoria -y que ahora distingue al gran Monterroso-, contribuyen, qué duda cabe, a abrir esa posibilidad de liderazgo de la cultura en español en todo el mundo, o al menos en el mundo en el que hablamos así. Y es la Academia, con las otras academias, la que se ha propuesto con éxito, desde los tiempos de Fernando Lázaro y ahora en los tiempos de Víctor García de la Concha, acometer el liderazgo de ese proceso de convicción para que esta lengua vital y literaria se tome como algo francamente serio.

Pero, ¿a quién le importa? Por supuesto que le importa a mucha gente, pero no basta. Desde el Instituto Cervantes se ha dado un importante impulso político a la gestión universal del poderío de nuestra lengua, pero se sigue advirtiendo, en la decisión global e iberoamericana con que debe acometerse la difusión y consolidación de esta riqueza, la ausencia de proyecto, la falta de un alma compartida que insufle decisión y ganas a una política general de apoyo a la lengua española para convertirla de una vez en lo que decimos tantas veces que es, un vehículo formidable de cultura, comunicación y comercio.

¿Qué hacer? No fragmentarla, por ejemplo, abordarla como una unidad que en todas partes se pronuncia de manera diferente, estimular el intercambio de experiencias y escrituras, acabar con el insularismo de nuestras culturas literarias, convocar a los medios de comunicación para que acaben con su maniática ignorancia de lo nuevo a favor de lo hiperconocido, estimular proyectos globales, en la red o fuera de ella, explicar a los medios públicos que su función no es olvidar lo que sucede en nuestra lengua para favorecer lo que le sucede a iguales -o inferiores- de otras culturas, incentivar el trabajo común de muchísima gente que aún cree que crear en español le importa a alguien y además vale la pena... Y convencer a los poderes públicos de que eso no sólo se dice, sino que eso sobre todo se hace, se financia y se prima en los proyectos políticos de inversión en educación y en cultura...

El otro día decía en Madrid Edgar Morin, el veterano sociólogo francés, que una de las contradicciones que había generado la democracia española, tan libre, tan lozana y ahora, además, tan plana y aburrida, era su descuido por alimentar en el mundo la misión cultural que late debajo del español, y citaba una anécdota que a él le resultaba amarga y que tiene que ver con el desdén con que otras lenguas estatales, el euskera y el catalán, tratan de imponerse en sus ámbitos frente al español, que ahora parece una lengua que se tiene que traducir a regañadientes... Nosotros, que somos tan políticamente correctos, tenemos que oír estas cosas desde fuera para darnos cuenta de nuestros propios, innecesarios, brutales despilfarros.

El español, tan importante. ¿Y a quién le importa?

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