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48º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

García Ruiz hace en 'El otro barrio' un audaz, pero no bien medido, ejercicio de gran estilo

Epidérmica colección de bonitas estampas mexicanas en 'Sin dejar huella', de María Novaro

Una muy hermosa y arriesgada voluntad de estilo es la que el director español Salvador García Ruiz, que se dio a conocer hace unos años con la magnífica Mensaka, despliega en su segundo largometraje, El otro barrio, basado en la novela de Elvira Lindo, ayer estrenado aquí. La muy singular, conmovedora y ambiciosa película logra momentos de grandísimo cine, pero no siempre bien cerrado sobre sí mismo. Hay hilos vitales para la vertebración de la imagen que quedan sueltos en una pantalla de vigorosa, audaz y muy bella riqueza expresionista, pero no dueña de suficiente equilibrio y armonía.

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Atrás quedó, dentro del escaparate del concurso, el filme mexicano Sin dejar huella, escrito y dirigido por María Novaro, a quien conocemos en España por la deliciosa Danzón que hizo en 1991 y con la que paseó su nombre por todo el mundo. Ahora, María Novaro ha convocado en su nueva correría por los caminos de México a otras dos mujeres, su paisana Tiaré Scanda y la española Aitana Sánchez-Gijón. Ambas bordan sus livianas, trepidantes y gozosas tareas, nos embaucan con alegría en su pintoresco itinerario y sostienen (es ésta una vieja historia que últimamente se repite demasiadas veces en las pantallas de los festivales de cine) por sí solas el muy endeble esqueleto del relato, al que sus simples y solventes, además de guapas, presencias otorgan una impagable solidez vertebral, añadida al oficio y a la desenvoltura que era cometido suyo imprimir en él.La película es sólo esto, no da más de sí. Comienza con alguna fuerza de enganche, dibujando el itinerario de una road movie demasiado compuesta a la sobada manera de Thelma y Louise. De ahí que su desarrollo resulte tan previsible que casi se saben de antemano las peripecias que lo jalonan. O, al menos, cuando éstas ocurren uno tiene, ciertamente desde las facilidades que proporciona la poltrona de una butaca equipada con muelles de bote pronto, la sensación de haberlas adivinado antes de que las adivinase la guionista de tan floja y elemental quietud viajera. Y el globo del itinerario de las magníficas Aitana y Tiaré se desinfla a medida que uno se ve obligado a adentrarse sin ganas en él, para presentir y luego sentir que, cuando se presagia su final y ya nada tiene arreglo posible, el bonito viaje, lleno de guapas estampitas de un México demasiado amable y con tufo turístico más que sabido, ha sido inútil y, lo que es peor, ha sido inmóvil, un viaje iniciado en ningún lado y en busca de ninguna parte.

En el polo opuesto, la película española El otro barrio trajo un vigoroso viaje antitético a las antípodas cinematográficas de la fruslería mexicana, un viaje nada quieto, un viaje que es todo inquietud; no hecho de estampitas exteriores y coloristas, sino trazado, con navajazos sombríos, muy hacia dentro, muy en la busca de la médula herida o el alma turbada de unas gentes llenas de ricos jugos literarios ideados por Elvira Lindo, que luego han sido trasladados a la pantalla con lenguaje nada literario, con imágenes inundadas de coraje y de sentido del riesgo, literalmente jugándose el tipo, por Salvador García Ruiz.

Y éste, para dar a seres novelescos carne de puro cine, elige el camino más comprometido y menos transitado hoy día, el del duro y oscuro tenebrismo propio del estilo expresionista, el de un poema lleno de insolencia irrealista casi químicamente pura, lo que proporciona a la pantalla de este bello, raro y, por desgracia, no equilibrado filme aires completamente desusados y, por eso, doblemente admirables en el cine de ahora, aires de cine de siempre, enemigos de la cosa ya hecha, ya predigerida, la facilonería en boga.

No es un guión bien construido y calculado, sino todo lo contrario, el que hay bajo la imagen de El otro barrio. Un personaje básico, el abogado del niño homicida protagonista de la trama, adolece de imprecisiones que hacen temblar el armazón formal del filme, su esqueleto oculto. La fuerte identidad argumental que este personaje y su mundo privado adquieren en la primera hora de metraje se quedan al final en el desinflamiento de un globo, en nada más que la pérdida de un aire o de un aliento. Aire o aliento que sobran desde el principio, que hieren y hacen cojear a un relato, que quizás literariamente los pida, pero que cinematográficamente los expulsa. Y todo el filme, en cuanto construcción, se resiente de la innecesariedad de algo o de alguien que es inicialmente tratado como un cimiento y luego resulta ser una oquedad.

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