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El debutante director Antoni Aloy se estrella contra Henry James en una adaptación equivocada

Comenzó ayer mismo la competición de Zabaltegi / Zona Abierta, con dos títulos que aspiran a alzarse con los 25 millones de pesetas del premio de nuevos realizadores, a invertir en un proyecto futuro. Y lo hizo con dos películas con fuerte presencia hispano-anglosajona. Una, El celo, la firma el mallorquín Antoni Aloy y es nada menos que una adaptación de una de las narraciones más endiabladamente literarias de Henry James, Otra vuelta de tuerca. La segunda, Sexy Beast, está firmada por Jonathan Glazer, afamado realizador de videoclips, es coproducción con España y transcurre en parte en la costa mediterránea. En ambas hacen aparición rostros tan populares como Harvey Keitel, Ben Kingsley o Lauren Bacall, improbable criada mallorquina, aunque en ninguno de los tres casos se aprecia provecho en el resultado final de los filmes.Por el contrario, una sólida, impresionante ópera prima mexicana, Amores perros, de Alejandro González Iñárruri, que ya se había alzado con varios galardones en festivales como Cannes, y que inauguró la subsección Perlas de otros festivales, asombró por la precisión milimétrica de su puesta en escena, su avasallador riesgo formal, el torrencial ritmo de sus imágenes y una impresionante lección de ética cinematográfica.

Situarse ante una película como El celo provoca dos sentimientos enfrentados. Uno, el reconocimiento de la valentía que asume Antoni Aloy para, con una película primeriza, asomarse a un universo trillado ya por cineastas bien dotados, de Jack Clayton a nuestro Eloy de la Iglesia. Y otro, no menos posible, el preguntarse qué puede tener de posmoderno un relato como el de James, hecho de oquedades, silencios que se dan de tortas con la brutal iconocidad de la imagen respecto de la realidad, como para autorizar un acercamiento explícito a su textura literaria.

No se queda atrás en posmodernidad explícita el brillante, hueco, prescindible cromo criminal que responde por Sexy Beast. Decir que el filme carece de interés, que Ben Kingsley brinda una interpretación estomagante y que el ruido de su banda sonora no alcanza a tapar la estulticia de un guión inane, es quedarse corto: sólo un espectador poco exigente se puede dejar llevar por la estética videoclipera de esta película.

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