La vida y nada más
Todo ocurría al mismo tiempo. Una película iraní que narra la opresión que se ejerce sobre la mujer en el país de los ayatolás se hacía con el León de Oro en el Festival de Venecia; al mismo tiempo, en una cadena de televisión catalana, se emitía un reportaje sobre mujeres del terruño que se han convertido al islam y se cubren la cabeza con pañuelo porque prefieren el paternalismo a la Balay y a las responsabilidades de intentar ser libres.Un amigo homosexual y yo paseábamos por el puerto de Barcelona comentando que lo chocante debería ser que un gay confesara ser militar, y no al revés: "Mamá, todos estos años no los pasé estudiando decoración de interiores en Nueva York, sino aprendiendo a desfilar en la Academia de Zaragoza". "¡Hijo mío! ¿Qué me has hecho? ¿Qué voy a contarles a mis amistades?".
Y Javier Bardem, a esa hora, ganaba la prestigiosa Copa Volpi por haber interpretado a Reinaldo Arenas, el hombre que defendió su condición de homosexual hasta la muerte. Porque la vida es cine y el cine es vida. A condición de que ambos sean verdaderos.
Lo que le ocurrió a Arenas en la Cuba castrista, mal que nos pese, es la verdad, la cara final que mostraron, caído el maquillaje, los regímenes comunistas del mundo, no sólo el cubano: empezaron prometiendo igualdad y amor libre y, a la postre, ofrecieron campos de concentración, cartillas de racionamiento y una noción del sexo peor que pequeño burguesa. Reinaldo Arenas es el símbolo de una de las grandes tragedias contemporáneas: la destrucción del individuo por las tiranías que llegaron al poder en nombre de los oprimidos a los que proclamaban defender.
Parece curioso que Javier Bardem, de noble estirpe roja, sobrino del director antifranquista J. A. Bardem (que lo mismo hizo la espléndida Muerte de un ciclista en el 55 que se descolgó con una hagiografía dedicada al prócer búlgaro Dimitrov en La advertencia, 1982), se haya metido en esta reivindicación de Arenas que debe de poner los pelos de punta a los nostálgicos de la ortodoxia y de la URSS. Pero es que, como una vez me dijo, "gracias a mi madre tengo una educación liberal". Y su madre, Pilar Bardem, posee un corazón rojo y un cuerpo de alegría que no podían sino servir de estímulo a este gran y joven actor que ha aprendido a mirar por sí mismo y que ha hecho de su oficio un material invisible pero certero mediante el que va contanto verdades y personas.
Si yo tuviera poder, nombraría a Javier Bardem "español ideal". Porque es así como me gustaría que fuéramos: excelentes en nuestro trabajo, honestos en nuestra forma de encarar la realidad y capaces de defender, con lo que somos y con lo que sabemos, aquello que merece ser protegido. Con popularidad o sin ella, con Copa Volpi o sólo con coraje y talento.
Babelia
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