Por ejemplo, Madrid
Vamos a pensar que Madrid es un símbolo -al fin y al cabo es la capital- de España. Madrid es una ciudad que se jacta de ser un balneario en agosto, y lo ha sido desde todos los tiempos, parece; mientras Londres se calienta de gente y de actividad, y en París o en Berlín, en Nueva York o en Roma, e incluso en Salzburgo, suceden cosas que la gente luego cuenta, la ciudad que tiene el Museo del Prado, el Reina Sofía o la Thyssen, se solaza en su sensación colectiva de nada, de que aquí no pasa nada en agosto -salvo los Veranos de la Villa-, como si no pasara nada, tampoco, en el alrededor de la vida europea a la que nos queremos afiliar.Madrid es, en agosto, una ciudad por fin con aceras, pero dentro no tiene nada, es un cascarón vacío en el que habita, durmiendo, ese personaje que El Roto dibujaba ayer en algunas ediciones de este mismo periódico: el hombre se despierta y exclama: "¡Hostias, me he quedado dormido un mes!". Lo que no se sabe es si esta ciudad que duerme se va a despertar con el otoño. Madrid, España, la cultura española, viven el viejo sueño de haber llegado cuando aún no están ni en la entrada del espectáculo.
Madrid es la cansada durmiente, tiene ojeras en verano y se cansa de sí misma; a veces se cansa la gente de no hacer nada, y ése es el caso de Madrid; ahora mismo no se sabe muy bien quién gestiona la cultura del municipio, pero éste fue, alguna vez, capital europea de la cultura, y uno no se imagina, ahora, con el tiempo que ha pasado y la experiencia que hay, cómo pudieron lograr tal hazaña, y, además, qué quedó de todo aquello. Con qué falta de entusiasmo, con qué ausencia de imaginación aborda la ciudad su propio futuro: la mayor contribución de la ciudad municipal y espesa a la cultura de la ciudad es una violetera que hay allí donde Antonio López dibujó Madrid para siempre...
En agosto, Madrid es una ciudad de cafés intransitados por los que pasa una ventolera de aire helado porque, además, los comerciantes que siguen abiertos convierten sus locales en una nevera para que la gente huya del fuego de la calle. Y en la calle no hay tanto fuego: lo que hay es aburrimiento. Dijo Félix de Azúa alguna vez, y tuvo mucho éxito su crítica, que su propia ciudad, Barcelona, era como el Titanic; parece que prosperó tanto su metáfora que ahora ese barco que es Barcelona vuelve a flotar y le gana a Madrid en imaginación, en modernidad y en disponibilidad para afrontar el futuro. Los gobernantes culturales se han olvidado de la ciudad, la han dejado al garete, y así ha sido y será siempre, como dice el mítico personaje de Sinuhé el egipcio. Entre todas las capitales europeas que tienen capacidad para ello, la capital española es la que menos actividad produce, la que desprecia con más ahínco su situación privilegiada -en la historia y en el arte- y la capacidad de atracción de sus instituciones principales.
Este verano, la actriz Nuria Espert decía que un país es su cartelera teatral, y en el caso de la cartelera teatral española se ven los abismos de desastre de la situación cultural española; pero eso no se comprueba sólo mirando la actividad de los escenarios teatrales; se ve también en la producción cultural, nula, que generan instituciones como el Museo del Prado, que por otra parte tienen esa actitud deprimida prácticamente durante todo el año. Y ése, el Museo del Prado, es el verdadero símbolo de lo que le pasa a esta ciudad y, quizá, a esta cultura cansada que parece el espectáculo grisáceo de un país cansado. Es cierto que hubo, hace veinte años, una movida cultural que fue reseñada como una gran esperanza en todos los foros europeos, y es verdad que se ha hecho, a lo largo del tiempo, cierto esfuerzo por levantar infraestructuras culturales, muchas veces administradas por la iniciativa privada o bien por el entusiasmo contra viento y marea de algunos gestores que han ido edificando un modelo que funciona, y éste es el caso del Círculo de Bellas Artes o la Thyssen...
Pero es el Museo del Prado, que vive como una momia en este tiempo en que el arte desata tanto entusiasmo y concentra tanto interés, el símbolo mayor de que esta ciudad y, sin duda, este país necesitan pararse un poco, pensar por qué nos aburrimos tanto en agosto y siempre y llenar de todo el cascarón de nada que es, por ejemplo, Madrid.
Babelia
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