Inflación autónoma
El cuadro de previsiones macroeconómicas que ha elaborado el Gobierno para los Presupuestos del Estado del año 2001 resulta satisfactorio salvo en lo tocante a la inflación: mantener el objetivo en el 2% sin hacer nada al respecto es un simple ejercicio de dontancredismo. Las previsiones de crecimiento son razonables: 3,6%, cuatro décimas por debajo de lo previsto para este año; la inversión se mantiene en niveles elevados, en torno al 8%, y tampoco es nada sorprendente que se prevea una aproximación de las tasas de crecimiento de las exportaciones e importaciones para reducir el déficit comercial, que es hoy un problema grave. Incluso las previsiones de empleo, ámbito que se prestaba a un ejercicio de euforia, registran con realismo una ligera desaceleración del ritmo de aumento: 2,5% frente al 3% de este año.El ejercicio de componer un crecimiento equilibrado queda deslucido por las explicaciones del vicepresidente económico, Rodrigo Rato, en materia de inflación, que sitúa en el 2%, a pesar de que en el primer semestre de este año se ha desbordado hasta el 3,4% anual. Sostiene Rato que el objetivo lo marca el BCE y que la función del Gobierno español es "acomodar su política económica a ese objetivo". La interpretación es discutible en sí misma, porque el BCE fija un listón máximo de inflación (el 2%) que no impide a cada país ser más autoexigente. Pero en el caso español parece plantearse más bien como un objetivo de aproximación, que cabe incumplir sin que el Gobierno se sienta aludido, cuando la estabilidad monetaria de la eurozona exigiría de todos los países un compromiso sólido para contener la inflación por debajo del 2%.
España no puede renunciar a un objetivo propio de inflación, salvo que se quiera esconder la falta de credibilidad del Gobierno trasladando la responsabilidad de bajar los precios al BCE. Primero, porque la política monetaria que maneja el BCE no puede adecuarse a las diferentes circunstancias de la Unión Monetaria; después, porque el Gobierno español tiene que negociar rentas y salarios en su propio ámbito, y, por último, porque las decisiones de formación de los precios españoles se toman mayoritariamente en España, y no en Francfort. Renunciar a un objetivo propio -coherente, por supuesto, con las exigencias del BCE- equivale a tirar la toalla, trasladar la responsabilidad de reducir los precios a una política monetaria supranacional y transmitir el mensaje de que aquí nada queda por hacer. Mensaje que es confuso en el mejor de los casos y falso en el peor.
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