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Un mundo de venturina

Andrés Trapiello

Nadie en su sano juicio habría confiado a dos jóvenes inexpertos el manuscrito de la que en aquel momento tenía por su obra más ambiciosa, El cuento de nunca acabar, pero eso fue lo que hizo con la editorial Trieste, rincón absoluto donde los hubo. En ese libro se habla mucho del interlocutor. De hecho, toda su literatura es una búsqueda desesperada de uno, el ideal de los interlocutores, como si dijéramos, aquel que va a permanecer a nuestro lado con fidelidad y lealtad homéricas, y alguien también capaz de darle alas al escritor y de darle vuelo. Vamos a contar el mundo de nuevo, parecen decir a cada momento sus novelas, sus ensayos, sus relatos.Su vida, que coronó al final el éxito, no fue precisamente fácil. Se sabía una superviviente como Robinsón, un náufrago, sólo que ella parecía ventilarse cada mañana el alma de todas las melancolías y telarañas abriéndola de par en par al norte más agudo y hialino. Como la Fortunata de Galdós, ante la procesión de pérdidas en la que inesperadamente se le convertía la existencia, hubiera podido hacer suyo un lema, que le valiera para la vida y para la obra: "Aire, aire". Desde luego que sí: estaba convencida de que si el destino de todo escritor es un interlocutor fiel, el de toda persona es el de ser libre.

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Esto únicamente significa una cosa: la tarea de contar de nuevo el mundo (desde la provincia levítica, desde Manhattan, desde un faro, desde el cuarto de atrás) sólo puede acometerse con entera libertad. Lo hizo en sus novelas y lo hizo en sus ensayos, como lo hizo también en la elección de aquellas obras que tradujo. Nunca dudó al utilizar los materiales más heterogéneos, demostrando tener a un tiempo un oído finísimo para la lengua viva y un gusto contrastado para la tradición literaria, el instinto prodigioso y galaico para el relato y una humildad emilianense para la página en blanco.

Entre las no pocas cosas, libros, manuscritos y collages que le fue regalando a uno a lo largo de los años, es el más valioso, por lo que ella lo valoraba, un abrecartas que había sido de su padre y que éste tenía siempre a mano en su mesa notarial de la calle Alcalá. Se trata de un pequeño estilete de metal en el que, naciendo de unos acantos que dan principio a la empuñadura, nace el torso de un coloso desnudo que sostiene sobre los hombros una bola de venturina. Es, naturalmente, la representación de un atlante. En cuanto a la venturina, cabe decir que se trata de una piedra semipreciosa y brillante, de color ocre y llena de átomos dorados y vivos como centellas, como si la hubiesen arrancado de un crisol, un fulgor orbitado majestuosamente en la fría materia. Si tiene uno que representarse ahora a la propia Carmen Martín Gaite, así es como querría verla: como ese pequeño atlante que apenas sintió sobre los hombros la pesada carga del mundo.

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