Muere José Ángel Valente, el poeta que habitó todas las laderas de la palabra
El autor de 'El fulgor' falleció en Ginebra, donde recibía tratamiento oncológico, a los 71 años
Ha sido, es, una de las voces más intensas de la poesía española de la segunda mitad de siglo. Vinculado a la generación de los cincuenta, reivindicó su trabajo como la "carrera del corredor solitario". En solitario se midió con las grandes voces de la tradición, entre las que destacó las de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o san Juan de la Cruz, y en solitario lidió con las cosas de la vida, lejos de las capillas literarias. Construyó así una obra depurada, inconfundible por la radicalidad de su último desafío: llevar la palabra hasta el límite, allí donde conserva la "fascinación del enigma".
En el caso de José Ángel Valente es difícil señalar las fronteras entre obra y vida. "La palabra poética", escribió en Cómo se pinta un dragón, "ha de ser, ante todo, percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su repentina aparición". Y continuaba: "Poema querría decir así lugar de la fulgurante aparición de la palabra". Si esa aparición es fulgurante, no es difícil imaginar al poeta Valente continuamente al acecho, siempre dispuesto, atento a cualquier quiebra que desencadenara la presencia del poema. Si su vida no es muy distinta de su obra es porque toda ella estuvo marcada por el afán de hacerse, de conquistar la palabra."Sólo se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con la palabra", escribió también Valente. Contaba en una entrevista que supo que podía publicar sus versos cuando descubrió en ellos algo diferente a cuanto ya conocía. A modo de esperanza fue su primer libro, que ganó el Premio Adonais de 1954. Hasta entonces, su relación con la literatura puede resumirse señalando la gran biblioteca que tenía su familia en su casa de Ourense. En esa ciudad nació el 25 de abril de 1929, y en esa ciudad, entre las paredes de esa biblioteca, fue forjando su amor por la literatura. Las crónicas de Indias, los grandes novelistas -de Dumas a Flaubert-, una colección de narrativa erótica de aquellos años, la Biblia y la Historia Sagrada, san Juan de la Cruz y santa Teresa, Rubén Darío, los poetas románticos: todo aquello fue alimentando sus primeros pasos por la escritura. Hasta que descubrió que tenía una voz propia.
Pero eso fue más tarde, en Madrid. Antes había cursado Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela. En 1948 llegó a Madrid para estudiar Filología Romana. El mismo año que ganaba el Adonais salía para Oxford, donde trabajó como profesor. Iniciaba así una larga vida de viajero, que lo llevó a Ginebra en 1958, también como profesor y como traductor de organizaciones internacionales, y, posteriormente, a París, donde dirigió un servicio de la Unesco. En 1986 regresó a España y se instaló en Almería.
Más allá de sus avatares personales, de los que nunca quiso hablar -de su primer matrimonio, con Emilia Palomo, tuvo cuatro hijos, de los que viven ahora Lucila y Patricia, quienes, junto a Coral, su segunda esposa, lo han acompañado hasta sus últimos momentos-, y de los innumerables premios que recibió -el Príncipe de Asturias de las Letras, el Nacional de Poesía, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, entre otros-, lo que en Valente se imponía de inmediato era la intensidad de su vocación poética. La lucidez de sus juicios, la profunda ironía de su mirada, su inagotable capacidad para desentrañar las honduras espirituales de tantos y tantos escritores y artistas, todo ello quedaba siempre subordinado a su pasión por la poesía. La suya la agrupó en tres grandes ciclos poéticos: Punto cero, que reunía su obra entre 1953 y 1976; Material memoria (1977-1992) y Fragmentos para un libro futuro, en el que trabajaba con sus poemas de los últimos años.
"Escribir no es hacer, sino aposentarse, estar". Al Valente poeta lo imaginamos al acecho de la palabra, es cierto, a su fulgurante aparición. Pero también lo sabemos dueño de ella, habitándola. Ahí queda su obra, siempre viva. Intensa e inagotable.
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