Una experiencia poética personal e histórica
No seremos discípulos del maestro que acaba de morir, pespunteando signos impúdicos en esta hora triste. Más allá de los gestos y los énfasis conductuales, el hecho escueto y válido es que José Ángel Valente ha dejado una quincena larga de libros de poesía, varios libros de crítica y algunas traducciones, además de otros textos dispersos. Obra considerable es lo primero que hay que decir, tanto en su primera etapa (hasta El inocente, 1970) como en su segunda (hasta el final).Recorrió esa primera etapa en compañía de otros poetas con los que formó grupo: Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma y Ángel González. Convergieron todos en la necesidad de que la experiencia poética personal fuera también histórica. Un libro marca la culminación de esta fase y, a mi juicio, su cenit como poeta: El inocente, libro civil, visionario, mítico y profético, en el que fulge en todo su esplendor esa inconfundible palabra poética suya, hecha de concisión, de concentración, de plenitud de sentido, dentro de una sintaxis dueña del laconismo y la elipsis, pero también de las sabias amplificaciones.
Hasta aquí, su evolución poética respondió a la misma dialéctica que había inspirado a sus compañeros de grupo. Después, Valente desarrolló una poética más personal que hundía en parte sus raíces en la obra anterior, centrada en la metafísica de la palabra creadora, concebida ésta como vehículo del conocimiento, portadora de lo inefable, mensajera de los más oscuros estratos de la conciencia, generación del decir más poderoso, no importa si residual o fragmentario. Valente emparentaba así con las tradiciones herméticas de Occidente, desde la mística y la cábala hasta la gran poesía simbolista, sin olvidar la filosofía de María Zambrano, de la que en algún momento se reconoció discípulo. Esta etapa ha durado casi treinta años y ha alumbrado una abundante producción. Existe cierto consenso crítico en que su punto más alto lo marca El fulgor (1984).
No es fácil el juicio sobre esta zona de la poesía valentiana dadas las militantes adhesiones que ha suscitado la llamada "poética del silencio", que ha concitado la atención de numerosos poetas y estudiosos. Pero el hecho es que la indudable belleza y densidad de la palabra de Valente no logra siempre despejar del todo la sospecha de si no se nutre de una pirotécnica logomaquia, que hace pasar por profundo lo que es sólo mera retórica. A mi juicio, el texto más estremecedor de este periodo es la bellísima elegía en prosa Paisaje con pájaros amarillos, dedicada a su hijo muerto.
Ha sido Valente, además, un crítico riguroso (Las palabras de la tribu me parece su título central) que ha ejercido con solidez y fundamento este difícil oficio, aun cuando algunos de sus planteamientos -así las relaciones entre lenguaje y mística, y lenguaje y poesía- se puedan antojar problemáticos.
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