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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Mateo

Juan Cruz

Este nuevo académico tranquilo es pálido de cuerpo, veloz de lengua y de ingenio y una de las personas más nobles y más unánimemente queridas del universo literario. Esto último también es verdad.¿Pálido? ¿Cómo se sabe si sólo se advierte en las fotografías su rostro anguloso, poblado por una barba siempre creciente que él se rasca en un tic que recuerda los gestos de los sheriffs? En realidad, poco a poco Luis Mateo Díez ha ido ocultando su cara para que de ella sobresalgan sólo los dos rasgos principales de su expresión humana: la boca y los ojos.

La Crónica de León, el periódico de su tierra, publicó hace tiempo una fotografía en la que aparecía, en solitario, la boca de Luis Mateo; sonriente y luminosa, parecía el carnet de identidad de un ser humano satisfecho con lo que pasó en la infancia, con lo que recuerda de la juventud y con lo que hoy entiende como la madurez dubitativa de un hombre que ha hecho de las historias ajenas el sustento de su escritura. En realidad, todas las épocas de Luis Mateo -la niñez, la adolescencia, la actualidad- están penetradas por el recuerdo de un pueblo de provincias, Villablino, probablemente, que le dio misterio e intriga, y que sigue alimentando la retahíla de preguntas que se sigue haciendo.

No puede pensarse en Luis Mateo sin verle en sus personajes: perplejos pero pícaros, son seres humanos que vagan en medio de una nube vital por la que anda el propio Mateo -así le llama todo el mundo, Mateo; incluso así le llama su familia más cercana, es Mateo para él mismo: se dice, por ejemplo, "Y me dije: Mateo..."- también cuando se encuentra con otros.

A veces se le pregunta por qué sigue siendo un funcionario del Ayuntamiento de Madrid, cómo es que ha pasado tanto tiempo en la Casa de la Panadería. Y como es un hombre sin tiempo -sin la noción urbana del tiempo, tiene más bien una idea campestre de la vida-, se alarga en la respuesta como si ahí estuviera la tarea principal de una conversación; y da detalles de la gente que conoce, de la gente que le enseña, de los amigos que ha conseguido en ese puesto, de las tentaciones que le han sobrevenido para que haga otras cosas también en el Municipio -él lo dice así, Municipio con mayúsculas-, y al final uno se queda con la sensación de que lo que le ha contado Mateo es un cuento rural que sucede por casualidad en el centro de una de las grandes ciudades ruidosas de Europa, y que protagoniza un campesino sabio y socarrón que cuando ha de referirse a sí mismo se dice: "Mateo, qué vida ésta".

Sobre su conciencia de escritor y de ser humano, pues, deambula el hombre rural que camina en sus libros, y él mismo a veces se manifiesta como los pícaros de sus novelas; sin embargo, es incapaz de cualquier picardía cuando se trata de trabajar y de vivir y de inventar con los demás; hay, por eso, tanto en su mirada como en sus manos, en los gestos que hace, en su manera de ser, una nobleza como antigua y recogida que le da intimidad de conversación a dúo, ensimismada, a todo lo que toca.

Un tipo admirable. ¿Y por qué es pálido, cómo lo sabe uno? Hace muchos años, en medio de aquellas reuniones anuales que organiza en Asturias Víctor García de la Concha, el ahora director de la Academia que le acoge, Mateo se juntó a beber orujo blanco con sus amigos José María Merino y Juan Pedro Aparicio; Merino, que es hombre de grandes fábulas, había descubierto en la zona una cueva misteriosa en la que aseguraba haber visto fantasmas reales; después de que el frío de la noche se hubiera superado con los chistes de Carlos Casares y el orujo que llevaba Aparicio, Mateo y los otros aceptaron viajar hasta la cueva, y allí, en aquella imitación de la caverna de Platón que hay en la playa, el ahora académico sintió la irrefrenable tentación de bañarse en el mar; y como no llevaba bañador ni nada, se lanzó al mar desnudo, y por eso sé que Luis Mateo Díez es todas aquellas cosas, pero también es robusto, atlético, pero extraordinariamente pálido de cuerpo. Desnudo integral de académico. No es muy frecuente.

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