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53º FESTIVAL DE CANNES

Gérard Depardieu abre la última edición del siglo XX con una película retórica y hueca Un magistral cortometraje de Jean-Luc Godard relata 'El origen del siglo XXI'

Anoche arrancó la última edición del sigloXX del Festival de Cannes con la cruz y la cara del cine francés. En la inauguración estuvo Vatel, protagonizada por Gérard Depardieu. Es un filme histórico de hechura brillante, que ha costado la friolera de 250 millones de francos (más de 6.000 millones de pesetas), pero cuyo resultado artístico es hueco, pobre de emoción. En los 16 minutos de El origen del siglo XXI, hecho con unos miles de francos por Godard, hay mucho más cine que en las dos horas de estampas del Rey Sol organizadas por Depardieu.

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Desde que, hace casi dos décadas, los estrategas de este festival lo convirtieron en un foco indirecto de producción de cine, en las programaciones de Cannes se han venido diseñando los perfiles de un tipo de película que pretende fundir la superproducción con el cine de autor. Por descabellado que parezca, el mejunje es la manera de los estrategas de Cannes de oponer a las películas opulentas de Hollywood un modelo europeo que, sobre el papel, no es una quimera, pero que en la práctica, además de resultados económicos todavía imprecisos, está conduciendo de manera casi sistemática a dos consecuencias antiartísticas preocupantes: vaciedad y pretenciosidad. Es cine de brillante factura, pero hueco, de los que no generan adicción ni, por consiguiente, crean público, continuidad y tradición. Vatel es una deducción, dibujada con tiralíneas, de este modelo imaginario. En sus cimientos no hay auténtico pulso de cineastas, sino cálculo de estrategas de laboratorio de ventas que se quieren hacer pasar por artistas y no lo consiguen.

François Vatel fue un singular personaje histórico. Era el cocinero y el encargado de la intendencia del palacio del príncipe Condé, ministro de Luis XIV, el monarca absoluto por excelencia, el dios Borbón. Vatel organizó a finales de abril de 1671, para el Rey Sol y por encargo de su amo, una enorme fiesta de tres días ininterrumpidos, una monumental sinfonía sensorial y sensual destinada a hacer entrar en éxtasis al monarca, un gozador empedernido que, si era deslumbrado por el buen gusto de Vatel, podría ablandarse y adoptar las líneas maestras de la política europea que le propondría su anfitrión en medio de aquel derroche de exquisiteces. Pero la tremenda juerga tuvo un inesperado final. Una tormenta no permitió a Vatel aprovisionarse de mariscos para confeccionar el sofisticado menú de la última comilona y el gastrónomo, en un rapto de honor profesional, se quitó la vida.

Naturalmente, Depardieu -una estrella que sabe usar con astucia los destellos del encanto que deja a su paso y un singular y excelente actor- saca partido del extraño asunto y, catapultado por los hábiles guionistas Jeanne Labrune y Tom Stoppard, añade a la historia una dosis -ciertamente poco creíble- de rebeldía política y de compromiso moral que probablemente no tuvo en la vida real, pero que la ficción agradece, para así poder suavizar la aspereza y el prosaísmo de un suicidio que probablemente se produjo por miedo y no por nobleza.

Depardieu fue anoche la gran estrella en el Palacio de la Croisette. Su fuerza aquí es prácticamente invencible y ni siquiera la leyenda viviente de Gene Hackman logró eclipsarle. Si la superproducción Vatel, que hoy se estrena comercialmente en Francia -para aprovechar la formidable presión publicitaria generada anoche aquí, en el ombligo del cine francés-, sale adelante y multiplica en ganancias la enormidad de su coste, en su mayor parte se deberá al imán de la presencia en la pantalla de una de esas escasas estrellas que -como Depardieu o Harrison Ford- son además poderosas, inimitables intérpretes, capaces de proporcionar por sí solas sensación de plenitud a un filme tan vacío como éste.

Anoche, por suerte, también tuvimos los 15 minutos del documento El origen del siglo XXI, prodigiosa zambullida de Godard en las imágenes primordiales del siglo XX, que hacen reventar la pantalla con una sacudida de cine tan exacto y tan despojado de ornamentos que arrastra, apasiona.

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