Moratiniano y libre
Viene a ser Fernando Fernán-Gómez figura un tanto insólita dentro de nuestro mundo del espectáculo, pues su singularidad le ha puesto a salvo de la curiosa y graciosa manía de formar parejas rivales como Calvo-Vico, Gayarre-Massini, Lagartijo-Frascuelo, etcétera. Fernán-Gómez, como caso único, no tiene par, no tiene rival, aunque sí los tiene en el pasado, eso no lo podemos olvidar. Actores que hayan escrito teatro lo han sido Shakespeare y Molière, si no queremos ir más lejos. Y entre los fundadores del teatro español Torres Naharro es actor, empresario aventurero y adelantado en el descubrimiento de un lenguaje escénico en el más puro romance castellano. Un lenguaje que él manejó con el mismo amor y cautela en transcribir la realidad para darla viva, haciendo correr ese manantial de expresividad y entendimiento general, sin accidentes, de la raíz del lenguaje materno y popular al auditorio. Lo que tan magistral y brillantemente ha expuesto Fernán-Gómez con su impresionante voz de actor, que esta bóveda académica enfatiza tan ricamente como lo puede hacer un coliseo.Pero hasta ahora es la primera vez que la Real Academia admite con supremo respeto a un hombre de teatro, en el que se aúnan intérprete y autor, aunque en otros tiempos no faltaron actores que mereciesen tal honor, auténticos sabios de la improvisación con el idioma, pues muy a menudo se olvida que el actor de grandes méritos no solamente actúa, sino que sabe ceñir a su personalidad el propio idioma.
Ésta es, pues, una de las pruebas en las que mejor se decanta en el empleo de la palabra un hombre de cine, que a la vez es un escritor de méritos indudables. También existe un fundido del diálogo, una imprecisión, una transparencia, un plano medio y un primer plano esencial para el propio lenguaje. Ahí también puede manifestarse el poeta. No se puede negar que Fernán-Gómez ha demostrado en esto un dominio ejemplar. Hay películas suyas plenas de palabra hasta el límite en que hubieran dejado de ser cine. Un paso más, y no lo hubieran sido. El relieve conceptual, eufónico y sonoro en sus diálogos cinematográficos ha sido de todo punto esencial en la estima de su buena filmografía, sin que pudiera decirse jamás que fuesen películas contadas más por la palabra que por la imagen.
Finamente enmascarado, muchas veces de arte popular, siempre ha sido el suyo una muestra de buen cine intelectual en concepto y en la totalidad de su ejecución. Siempre el gran arte, por el buen instinto de su creador, adopta formas esenciales, de una modesta y general admisión como vehículo fundamental para su entendimiento. La complejidad sobreviene después y se comprueba en la totalidad del trabajo.
Toreó la censura, como después toreó la autocensura ideológica y arribista, en la implantación de su personalidad como autor. Moratiniano y libre, riguroso transmisor de sus emociones, el tipo de creador que Fernán-Gómez encarna tiene bastante de ejemplar, como primer representante de la praxis del espectáculo en la Real Academia Española.
No sólo ejemplar en este aspecto, que bastaría para acreditar a un cumplido hombre de cine, sino que el teatro como matriz, la teatralidad fundamental de la vida y del propio testimonio documental, nutre la obra literaria de Fernán-Gómez. La cual nace de la pura experiencia teatral de la familia y forma parte del recuerdo vital del autor, de su génesis como hombre de letras, testigo de sí mismo y de su situación en el mundo.
Su novela El viaje a ninguna parte, su tema, su guión radiofónico y cinematográfico son el trasunto más fiel que nos ha podido legar un contemporáneo de la vida teatral de hace unos años, de la odisea personal del cómico modesto, trufada de comicidad y patetismo, de una contenida efusividad. Historia cordial y testimonio conmovedor. El teatro -y en el teatro, la palabra- es todo el fundamento de esta personalidad.
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