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Viejo extintor

Vicente Molina Foix

Una mujer mayor enterrada hasta la cintura en un montículo nos habla. Se llama Winnie, no parece agobiada por su postura y en un momento del parloteo toma la sombrilla que tiene cerca y sigue hablando, hasta que el parasol arde. Lo tira por detrás del montículo, lo ve apagarse sin pena y exclama: "¡Ah, tierra, viejo extintor!"La escena pertenece a la obra de Samuel Beckett Días felices y la semana pasada la oímos en Madrid pero en italiano, dicha por una actriz, Giulia Lazzarini, que yo desconocía y a partir de ahora tengo en mi hornacina de los inolvidables. Ese montaje extraordinario de Giorgio Strehler, rehecho póstumamente por su gente del Piccolo Teatro, marcó, en mi opinión, el momento de más altura de un corto pero buen Festival de Otoño que trajo a Madrid teatro y música de gran interés y otro Beckett, Esperando a Godot, estupendamente montado en catalán por Lluís Pasqual. ¿Homenaje o casualidad? A Beckett se le ve poquísimo en nuestros escenarios y la mayor parte de su teatro, que no acaba en esas pocas obras famosas, es desconocido del público y me temo que de los directores y programadores. En el siglo que viene nos arrepentiremos.

Nos arrepentiremos y lo descubriremos, porque entonces le empezarán a ver el color marfileño del clásico, y se atreverán con él. Hoy, aquí, Beckett aún produce estupor. O da miedo. Atrevámonos nosotros, ya que estamos en un mes de balances y postrimerías, a decirlo.El siglo XX teatral es de Beckett, de la misma manera y al mismo nivel que el renacimiento es Shakespeare, el barroco Calderón, el espíritu cómico por donde emergen el XVII y el XVIII lo señalan Molière y Goldoni respectivamente, y el siglo XIX Chéjov. Aprisionados en la arena o en urnas, saltarines como payasos o en silla de ruedas, los personajes de Beckett pronuncian las palabras del tiempo que hemos vivido o heredado, reflejando en su discurso sincopado y candente lo que no nos sale decir, lo oculto, lo acallado.

En el montaje de Strehler la arena que va sepultando a Winnie es blanca y casi comestible; el escenario donde Pasqual colocaba a sus dos badulaques, negro y viscoso. Winnie está en la luna de sus ensueños, Vladímir y Estragon son basura, como los neumáticos y otros residuos industriales apilados por el pintor Frederic Amat en su escenografía de Godot. En un breve texto escrito por Félix de Azúa para la exposición que Amat hizo de los bocetos de esa escenografía (Colegio de Arquitectos de Catalunya, Girona, 1999) se insinúa el carácter excremental que los cuerpos humanos han adquirido tras la abundancia de fotos de los campos de exterminio del siglo. Azúa ve la imagen del mundo teatral y novelesca de Beckett como un paisaje de vertedero, no formado por "la sombra colosal de las riquezas del mundo", sino por "el vertido humano de miles de millones de cadáveres".

Sin perder nunca tan amarga y desolada consideración, el teatro de Beckett se fue haciendo más escueto y descarnado desde Días felices, que es de 1961, hasta su muerte en 1990. La expresión verbal llegó al balbuceo y los cuerpos se hicieron partes del cuerpo: unos pies renqueantes, una voz registrada, una boca sin más farfullando a gran velocidad (en la brevísima gran obra maestra Yo no). En ese magma lleno de inconsecuencias y repeticiones reluce siempre, como una alhaja entre el estiércol, el brote de la conciencia, el "repentino fogonazo" (así tradujo sudden flash, el leit motiv de Yo no, Juan Benet, en unas poco conocidas y bellísimas versiones de cuatro piezas del último Beckett, encargadas y publicadas por el Centro Dramático Nacional y realizadas pocos meses después de la muerte del escritor irlandés y dos años antes de morir el propio Benet). Gracias a esos "repentinos fogonazos" el individuo recuerda lo que aún le queda de ser vivo, poco antes de que la tierra lo extinga, como al parasol de la sepultada Winnie.

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