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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Pepe y Miguel

Juan Cruz

Hay escritores a los que se puede despojar del apellido y no pasa nada, se sigue sabiendo quiénes son; Juanes hay muchos, por ejemplo, Marichal, Marsé, Hortelano, Benet, pero Don Juan es sólo Benet, y los demás le llamaban, y le llaman, así. Los nombres propios, cuando pueden ser en sí mismos los nombres con que se puede conocer a los escritores, son como los ojos de los poetas.Hay nombres propios que se quedaron así en la historia: hay, al menos, dos Marios, Benedetti y Vargas Llosa, un solo Gabo, y dos Carlos o tres Carlos, entre otros muchos, Carlos Barral, Carlos Casares, Carlos Fuentes, y un Juan Carlos, claro, Juan Carlos Onetti, pero a Onetti lo llama Onetti hasta Dolly, su viuda. Hay un Ángel, González. Y hubo un Julio, antes de que hubiera otros -como Llamazares, a quien le ha nacido otro Julio-, y ese Julio era Julio Cortázar. Hay dos Claudios, los sigue habiendo, Rodríguez, el gran poeta, y Guillén, y a éste le acaban de premiar con el Nacional de Ensayo.

Y hay muchos Pepes, claro, cómo no iba a haber un millón de Pepes. Está Pepe Esteban, por supuesto, que aún no ha grabado el disco con la música de los poetas españoles que fueron a Cuba a celebrar a Fidel. Está Pepe Ortega, el editor que fundó Alianza, y puso la primera piedra filosofal de este periódico. Y está Pepe, Pepe Caballero Bonald, Pepe por antonomasia, cuya mujer además se llama Pepa; si hay un tren lleno de Pepes y se dice ese nombre, Pepe será el primero en mirar, y si no oye responderá su mujer por él. Aunque si en el tren fuera también Hierro, Pepe Hierro, respondería sólo su mujer, Angelines, porque Hierro estaría enfrascado en dibujar al otro Pepe, que estaría sentado frente a él, uno con una copa de manzanilla de Sanlúcar y el otro con un vaso redondo de chinchón seco.

Esta semana, Pepe, Pepe Hierro, estaba en un tren, volviendo de Irún, hacia Madrid, cuando le dijeron que había ganado el Premio Nacional de Poesía por Cuaderno de Nueva York. En un tren igual se fue luego a Huelva, a recitar, y en ese mismo tren de la vida y de la poesía sigue escribiendo y dibujando con los restos del café y del coñac y del vino y del chinchón, mientras descansa de la torpe enfermedad que no sabe despedirse. El otro día, en Santander, donde alquiló una casa alta en la que es vecino del obispo, nos enseñó los aparatos con los que la ahuyenta: son bombonas enormes de aire.

Los nombres propios. Si a Delibes se le quitara el Miguel no sería ya el músico antepasado, sino que sería Delibes, Miguel Delibes, de Valladolid. Ha logrado que no le llamen don Miguel, porque él no propicia esa solemnidad, de modo que desde que te da la mano, suave y larga, como la de un pianista bien entrenado, es Miguel, Miguel a secas, y además te lo ordena: "Llámame Miguel, cómo coño me llamas don Miguel". Hay otro Miguel, claro, en la historia, y habrá muchos Migueles, pero ese otro Miguel es don Miguel de Unamuno, que sí tenía el don de ser don. Debía ser arrogante: "Gracias por este premio tan merecido", le dijo al rey, y el rey le miró extrañado. "No se extrañe, si no me lo mereciera no me lo habrían dado", vino a advertirle. Miguel, Miguel Delibes, nunca hubiera dicho una cosa así: "Quítate de premios", hubiera dicho. Al Rey le conoció hace tiempo. "¿Qué coche tienes, Miguel, un Volvito?". Pues en su apetencia de no tener premios no le hacen caso: desde la salida de El hereje le han premiado los lectores de Qué leer y de Crisol, le han premiado los críticos, y ahora le han premiado los componentes del jurado del Premio Nacional de Narrativa por El hereje, en competencia con algunos nombres propios de los que tampoco hace falta decir los apellidos: Belén (Gopegui), Isaac (quién no, si no Montero), Arturo (Pérez-Reverte, obviamente) y JJ, que toda la gente sabe que es Armas Marcelo.

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