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Las vacas, las gambas

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Hace apenas unos años nos habría parecido un despilfarro suministrar antibióticos a las vacas. Ahora, por el contrario, el problema es que se atiborre a los animales de medicamentos y los medicamentos acaben dañando a los seres humanos.Entre las visiones de este fin de siglo aparece, junto a una medicina que sana, otra que enferma en el hospital, en la cadena alimenticia o, directamente, en los productos de la farmacia. La iatrogenia, que antes era casi una excepción, se teme como a un mal endémico ampliamente derivado de los avances de la ciencia. Contra la cantidad de los remedios posibles, prevalece hoy la máxima prevención y, contra la fe en los adelantos de la física, la química o la técnica, prevalece la preferencia por lo natural, lo no manipulado, lo incontaminado no sólo por ciertas bacterias nocivas, sino por la misma civilización.

Hace dos semanas, The Economist difundió un largo informe para demostrar al público que los temores sobre las consecuencias de un mayor manoseo internacional, a través de los efectos de la Organización Mundial del Comercio, no se hallaban justificados. Más bien, alegaba la publicación, los productos y mercancías mejorarán su condición natural u orgánica en Occidente, gracias a los crecientes reparos o aprensiones que oponen los gobiernos, de acuerdo a la voluntad de sus votantes.

Ciertamente, a falta de causas mayores por las que pugnar, los ciudadanos occidentales se concentran cada vez más en la batalla de lo biológico. Prácticamente nadie está dispuesto en la actualidad, en cuanto trabajador, a batirse contra la explotación proletaria pero, en cuanto curtido consumidor, cualquiera clama contra la explotación de firmas como Nike o Ikea en los países del Tercer Mundo.

Cuando ha podido darse por perdida la conciencia de clase obrera, ha brotado la conciencia del consumidor; cuando parece extraviada y antigua la solidaridad de clase, emerge, en forma ecológica, la solidaridad con las demás especies.

No se trata únicamente de las asociaciones en defensa de las raposas o de las avutardas. En Estados Unidos, por ejemplo, las autoridades rechazan la importación de atún si se ha pescado de manera que afecte a los delfines y, muy recientemente, varios países asiáticos han protestado ante la imposibilidad de vender gambas en Norteamérica porque sus redes de arrastre copan también a las tortugas. Luchar por los derechos de un vecino llega a ser más largo de explicar que manifestarse por los derechos de las focas. O, en definitiva, los individuos se van reconociendo más fácilmente en cuanto animales, hermanos de otros animales, que en cuanto ciudadanos.

El artificio ha constituido la base instrumental de nuestra supervivencia, pero ahora, en cuanto se evoca lo artificial (los conservantes, los pesticidas, los colorantes, lo transgénico, la xenogenia, etcétera), brota el instinto de defensa. Una sociedad ordenada y pacífica empieza a medirse por la proporción de alimentos orgánicos que consume: las cifras indican por ejemplo que un 20% en Alemania, un 22% en Suecia. La calidad de vida se relaciona con el aire puro, el agua pura, la ausencia de contaminación acústica, más el coste de esos niveles obtenidos por depuración de lo preexistente.

El siglo XXI será el siglo del imperio de lo verde arrancado al reino de la chatarra, la polución y la basura. Una sociedad es más valorada en la medida en que recicla más, lo que, en sentido general, significa aquella sociedad que, al cabo, repone más a la Naturaleza primitiva.

A la altura de 1999, no hay lugar para la utopía política, no queda ningún emplazamiento para el paraíso social y ni el Vaticano mantiene en el catastro los territorios del infierno o del cielo. Frente a tal devastación simbólica, sin embargo, ha ganado valor el mundo primitivo, la naturaleza y sus atributos elementales, la ética de la transparencia, la fruta, la fibra, los sabores y tintes naturales, el azúcar, la pasta, el reino original de la salud.

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