El teatro más querido
En un clima de emotividad, con discursos bien trazados desde el punto de vista social y artístico, ha echado a andar el nuevo Liceo. Las heridas del fuego se han cerrado en un ambiente de concordia. La reconstrucción y el renacimiento han solidificado e incluso intensificado los lazos de unión entre una ciudad y su teatro de ópera. El Liceo forma parte de las señas de identidad de Barcelona, desde luego, como La Scala forma parte de las de Milán, la Staatsoper de las de Viena y el Covent Garden de las de Londres, pero dudo de que en Milán, o en Viena, o en Londres se haya producido alguna vez un fenómeno de identificación afectiva tan sorprendente como el que se está viviendo estos días en Barcelona. ¿Por afición a la ópera o por amor al Liceo? Me inclino a pensar que más bien por lo segundo. El símbolo cultural de la burguesía catalana se está convirtiendo en un símbolo de la ciudad a secas. El Liceo es mucho más que un teatro de ópera, lo mismo que el Barça es mucho más que un club.Un ejemplo ilustra este estado de ánimo colectivo. En la sesión inaugural popular del pasado martes, una señora cercana a mi localidad, después de declararse liceísta de toda la vida, no pudo evitar mostrar en voz alta su desilusión por la representación y, en especial, por la puesta en escena. "Qué cosa tan rancia, antigua y cursi", vino a decir, y a continuación empezó a aplaudir con un entusiasmo enfervorizado. Daba igual el nivel de calidad de lo que había sucedido en el escenario. Lo importante era que había sucedido.
En el mismo ensayo general, bautizado como inauguración popular, se deslizó entre el público un grito, "visca el Liceu!", nada más levantarse el telón, que fue inmediatamente coreado por el respetable. ¿Se imaginan ustedes un "¡hala Real!" en Madrid o un "forza Scala!" en Milán? Imposible. Era el tono de un clima de excitación contagiosa que se saldaba con una enorme desproporción entre el nivel artístico del espectáculo y el entusiasmo delirante de la respuesta popular. Era la constatación más evidente de que el sentimiento de apoyo al Liceo tenía más fuerza que la valoración artística de Turandot. Por algo no se gritaron vivas a la ópera y sí al reconstruido edificio.
El Liceo de Barcelona ha arrancado con todas las bendiciones imaginables, con un proyecto a varias bandas lleno de interés, con un equilibrio entre tradición y modernidad en la programación, con una vocación de abrirse a un nuevo público sin por ello abandonar el tradicional, con un departamento pedagógico consistente y con muchos factores más a su favor. Por todo ello sorprende que no haya conseguido un espectáculo inicial de mayor enjundia. Le habría servido de definición visible de su nuevo estilo y también de escaparate mundial. Tal vez hay que dar un margen de confianza y justificar la decepción por la presión del estreno. Lo importante era, qué duda cabe, volver a empezar, y se ha empezado, pero es inevitable un sabor agridulce ante una representación de Turandot muy por debajo de lo deseado -la inauguración oficial ayer tuvo una temperatura vocal más firme que la del ensayo general (con otro reparto) gracias al empuje de las dos protagonistas femeninas-, en un teatro con vocación de liderazgo de la ópera en España y con ánimo de estar en el club de los elegidos europeos.
El éxito que ha coronado la reconstrucción y puesta en marcha del nuevo Liceo es innegable. Josep Caminal y su equipo merecen las más encendidas felicitaciones. La hora de la verdad empieza, en cualquier caso, a partir de ahora. Con unos espectáculos a la altura de las ilusiones generadas. Es el momento de aparcar el triunfalismo.
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