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Más allá del río y los tambores

Jacinto Antón

"Tenemos que respirar hipopótamo podrido sin contaminarnos", decía Marlow al ascender el río Congo, penetrando más y más en el corazón de la oscuridad mientras resonaban los tambores. Lo salvaje, lo primitivo, lo tribal, todos los fantasmas y prejuicios del hombre occidental ante la africanidad y la negritud surgen espontáneamente en torno a una exposición como Obras maestras del África Central, selección de 125 piezas del Museo Tervuren (Bélgica) que ayer, tras una larga itinerancia internacional, recaló en Barcelona (La Pedrera, centro cultural Caixa Catalunya, hasta el 3 de octubre).Para el visitante de a pie, que no es un especialista en arte y etnología africanos, es difícil escapar a los tópicos al inicio de la visita: ¿No surge la idea de batiburrillo tribal en esa enunciación de pueblos representados - kuba, luba, pende, ovimbundu, luluwa, bembe...-? ¿No poseen un aire siniestro esos fetiches cornudos, esas máscaras cubiertas de pieles de animales y decoradas con garras de leopardo? ¿No remiten a una sensualidad tropical desbordada esas esculturas de sexo resaltado? Además, a diferencia de la exposición presentada recientemente por la Fundación La Caixa sobre el arte de la antigua Nigeria, aquí no hay una retratística en bronce que comparar, en perspectiva etnocéntrica, con la mejor escultura grecorromana. Aquí se muestran objetos cotidianos y rituales -en su mayoría de madera, de finales del siglo XIX y principios del XX, "extremadamente viejos para África central"- que entran dentro de lo que una mentalidad occidental común puede reconocer como la más pura africanidad.

A lo largo de la visita, sin embargo, la belleza de esos objetos -que ayer hizo exclamar a uno de los organizadores de la exposición: "No hay una sola obra en la Bienal de Venecia mejor que cualquiera de éstas"-, su simbología y su uso van calando en el espectador hasta hacerle penetrar, poco a poco, en el otro lado del espejo. Y la oscuridad conradiana ya no está en ellos, en los objetos, testimonios de unas culturas diferentes, sino en la historia de cómo han llegado hasta nosotros, a través del expolio colonial en una de sus modalidades más despiadadas, la belga.

Anne-Marie Bouttiaux, conservadora del Museo Tervuren, explicaba ayer las piezas con una ejemplar mentalidad abierta: señalaba por ejemplo la similitud entre una copa luba para ingestión de sangre real y el cáliz cristiano, y empleaba la palabra "fetiche" con un nkisi -estatua mágica kongo- "a condición de que la hagamos extensible a nuestros crucifijos". Bouttiaux reconocía ayer "la extremadamente dolorosa" forma en que los objetos fueron arrebatados de su contexto. Muchos como botín de guerra y pillaje de los soldados empeñados en esa empresa de capitalismo salvaje que fue el Congo belga de Leopoldo II, donde el capitán Rom decoraba sus macizos de flores con cabezas de nativos y los soldados cortaban las manos a los resistentes -el horror, el horror-. La especialista explicó que el Museo Tervuren, formado precisamente con las colecciones encargadas por el emprendedor monarca y consagrado en origen a exaltar el impulso colonial, ha devuelto objetos de sus fondos a los países centroafricanos, aunque algunas de esas piezas han sido luego pilladas en el saqueo del museo de Kinsasha.

La exposición, con objetos pertenecientes a las actuales República Democrática del Congo, República Popular del Congo y Angola, se divide en tres ámbitos: Estadios en el ciclo de la vida, Dioses, espíritus y ascendentes, y Soberanía y representación. En el primer apartado predominan objetos que tienen que ver con los ritos de iniciación, masculina y femenina. Así, por ejemplo, una naturalista figura de tamborilero nkanu remite a los sones con que se tapaban los gritos de dolor de muchachos y muchachas, y una cabecera de cama de casa ceremonial kongo en la que están representadas dos chicas las muestra con sus tíos maternos, a través de los que se establecía la línea de parentesco en las sociedades centroafricanas. Las máscaras, algunas pintadas de caolín -el blanco simboliza la muerte- ocupan un papel muy relevante entre el material de la exposición, seleccionado mediante un "delicado compromiso entre etnógrafos y amantes del arte", según la organización. Es impresionante una, suku, de proporciones gigantescas, para asustar a los neófitos -y es bellísima otra minúscula, lega, de marfil de elefante-. Otras piezas se refieren a la maternidad, mostrada en diversas esculturas, y la muerte -se exhibe un excepcional ataúd antropomórfico ntomba-. Entre los objetos que remiten a usos que pueden provocar nuestra extrañeza está la figura mbole de un ahorcado: se especula con que aluda al rito de colgar el cadáver de un jefe para recoger sus fluidos, que luego serán consumidos por sus sucesores. Son interesantímos los fetiches en los que a la intervención del escultor se suman luego la del ritualista y la del cliente, componiendo una auténtica work in process: se añaden clavos o nudos -candados en una fase más moderna-. Entre los objetos de poder de los jefes resaltan bastones de mando, armas ornamentales y sobre todo la estatua luba de una mujer con una copa que se cree era propiedad de un médium y que durante mucho tiempo ha sido considerada la principal obra maestra del Museo Tervuren.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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