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La momia goza de buena salud

Actualidad arqueológica y cinematográfica, el cadaver egipcio embalsamado se mantiene como un gran mito cultural

Jacinto Antón

La momia no es un bien escaso: se calcula que los antiguos egipcios dejaron en la estela de su civilización cerca de 70 millones, lo que tampoco es tanto si se piensa que embalsamaron a sus muertos con prácticamente el mismo sistema (extracción de los órganos, secado del cuerpo con natrón y vendado con lino entre el que se colocaban joyas, textos funerarios y ungüentos) durante más de tres mil años. De cualquier modo, hay que convenir que la noticia del reciente hallazgo de 200 momias en un oasis egipcio resulta de lo más impactante. En esa inusitada cantidad de momias se multiplica el efecto sugerente de la palabra. Una palabra que asociamos inmediatamente al Egipto faraónico -aunque la momificación se practicó también de manera habitual entre los guanches de Canarias y en el Perú precolombino- y que nos remite a un universo de misterios, riquezas, peligros y terrores que nos conmueve en lo más profundo. La momia, envuelta en capas y capas de significados producidos por la historia, la leyenda, el arte, la literatura y el cine, se ha convertido en un gran mito cultural y mantiene toda su fuerza.

El anuncio del descubrimiento de esos dos centenares de momias de época grecorromana en el oasis de Bahariya, que se produce después de cuatro años de excavaciones llevadas a cabo en secreto por arqueólogos egipcios, coincide con el inminente estreno en España de The mummy (La momia), versión del célebre filme de 1932 de Karl Freund protagonizado por Boris Karloff. De nuevo puede decirse que la vida imita al arte, pues en la nueva película, dirigida por Stephen Sommers, la momia del título -la del siniestro sacerdote Imhotep, igual que en la versión original- aparece en "la ciudad de los muertos de Hamunaptra", situada en el desierto occidental, como el oasis de Bahariya. En cuanto al hecho mismo del hallazgo, la película tiene más glamour. Lo realiza un joven norteamericano (Brendan Fraser) enrolado en la Legión Extranjera, mientras que el de las momias de Bahariya se lo debemos a un asno: el animal metió la pata en una grieta y al descabalgar su amo para liberarlo se encontró con una momia que le miraba fijamente desde el agujero.

"Es un descubrimiento sensacional", señala el egiptólogo catalán Josep Padró, que conoce bien el oasis pues es un lugar en conexión histórica y geográfica con el yacimiento que él excava, Oxirrinco. "No es normal que salga una cantidad tan industrial de momias y tan bien puestas y doradas, da gusto. Es la primera vez que veo un panteón de estas dimensiones", apunta Padró, hombre familiarizado con las momias.

Las de Bahariya, con sus máscaras doradas sobre las que se dibujó el rostro del muerto, y la del remake de Hollywood, con sus pavorosas y extravagantes metamorfosis orquestadas por Industrial Light & Magic, son las últimas llegadas al extraordinario almacén de momias de nuestra imaginación, en el que se unen las más cutres de los filmes de serie B y las de los más nobles faraones.

Las momias del oasis y la del maldito sacerdote de celuloide embalsamado en vida y devorado a perpetuidad por escarabajos, muestran dos rasgos que arrojan mucha luz sobre el mito: el ocultamiento y la maldad. ¿Es lógico que el que parece ser el mayor depósito de momias jamás hallado -se habla de que puede haber unas 10.000, verificarlo llevará años de excava-ciones- se encuentre en un distante oasis? Sí, señala el egiptólogo Padró, si se piensa en la rapacidad con que hemos tratado a las momias históricamente: sólo en la lejanía, en las necrópolis más distantes, en un oasis que quedó casi deshabitado, han podido, digamos, sobrevivir.

Ya desde la propia época faraónica los ladrones de tumbas perturbaban el descanso de las momias. En la Edad Media y el Renacimiento se las trituró y redujo a polvo para confeccionar pócimas supuestamente medicinales. No les fue mejor después: se las siguió saqueando por razones crematísticas, pero además se las sometió a la más despiadada curiosidad: la emperatriz Josefina tenía entre sus posesiones más queridas una cabeza de momia, y abrir momias se convirtió en un espectáculo habitual en las grandes capitales europeas. Millares de ellas pasaron por ese trance, un obsceno strip-tease que culminaba en una aterradora desnudez (los hermanos Goncourt han dejado el retrato de una de esas sesiones: "Desenrollaban, desenrollaban.. y al fin ella estaba allí, todo su pudor a la luz y a las miradas"). Luego los cuerpos, despojados de interés, se abandonaban. A algunos los aguardaba un destino extravagante: un contingente de momias llevadas al Louvre por los sabios de Bonaparte se estropeó y emanaba de ellas un olor pútrido, por lo que se decidió enterrarlas discretamente en el jardín del museo; años después, en 1830, se enterró en el mismo lugar a los revolucionarios caídos en las barricadas y luego, al retirarlos para inhumarlos de nuevo con honores bajo la columna de la Bastilla, se llevaron también, mezcladas, a las momias...

Tampoco les ha ido mejor a las momias con el espíritu científico de nuestra época: basta con pensar en el trato dado a la de Tutankamón, triste crisálida extraída de su capullo de oro, descuartizada y emasculada. ¿Es de extrañar, entonces, que en nuestro imaginario la momia haya pasado progresivamente de ser algo más bien melancólico a un monstruo maléfico? Durante siglos, los vivos la hemos molestado, arrancado de su tumba, humillado, radiografiado, escaneado y comido. La maldad de la momia contemporánea va asociada a un inconsciente sentimiento de culpabilidad. Su maldición es nuestro espejo.

Seguimos desenterrándolas, pero cada vez que lo hacemos las sepultamos más profundamente en nuestro interior. En 1994, un especialista en el antiguo Egipto, Bob Brier (véase su libro Momias de Egipto, Edhasa, 1996), realizó un experimento extraordinario: en vez de coger una momia y desmontarla para su estudio, tomó un cadáver reciente y lo momificó siguiendo paso a paso la técnica de los embalsamadores faraónicos. Quizá no se de dio cuenta de que unía los mitos de la momia y de Frankenstein. En todo caso, al margen del alcance científico del asunto, demostró palpablemente algo que ya sabíamos: la momia somos nosotros. Por eso nos interesa y nos conmueve tanto.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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