Un creador de tragedia contemporánea
Conservo un recuerdo vivo de Dirk Bogarde, cuando presentó en el festival de Cannes su última película, Daddy Nostalgie. Es un gesto suyo ante una pregunta, recuerdo que completamente estúpida, de un periodista casi compatriota suyo, un holandés. En ese gesto, de extraordinaria precisión, está todo su sello distintivo de actor de genio: al oir aquella meméz (no recuerdo cual, ni importa), puso su mano izquierda en trompeta sobre su oreja, fingiéndose sordo, y pidió con delicadeza a su interlocutor que repitiera despacio y en alto la mema pregunta. El plumilla lo hizo, empavonado, mientras Bogarde bajaba muy lentamente la mano desde la oreja a la boca, abierta en una mueca estudiada de admiración y, de trompeta de sordo, la convirtió en mordaza, mientras sus ojos, por encima de los dedos que se apretaban contra sus labios, se partían ellos solos de risa callada y malvada. Siguió a aquel gesto el espeso silencio que crea asistir a la destrucción irónica de un idiota con un suave manotazo, como se aplasta en cámara lenta la existencia de una mosca. Hubo sabiduría y elegancia en aquello, pero tambien humor despiadado, crueldad.Cuento este instante de una de las últimas apariciones públicas de Bogarde porque dice algo de la sustancia de su inmenso talento, que no fue alcanzado, ni afinado hasta la exquisitez de que fue dueño, de la noche a la mañana, sino a lo largo de dos décadas de la forja de un raro y buen intérprete intuitivo, que dio pruebas de su singularidad en El farol azul (Basil Dearden, 1950), en la notable Extraño suceso, dirigido por Terence Fisher, también en 1950; y en la más que notable I'll Met by Moonlight, dirigido en 1956 por el gran Michael Powell, con las espaldas cubiertas por su inseparable colega Emeric Pressburger. Pero estas y otras buenas actuaciones en la veintena de películas que hizo entre 1947 y 1963, abrieron paso en este último año al destino profesional de Dirk Bogarde a un trabajo que lo condujo de un salto, casi un sobresalto, al otro lado de la frontera que separa a un buen actor de un genio de su oficio. Es el trabajo que hizo, dirigido por Joseph Losey, en El sirviente, un prodigio.
De la bondadosa serie de comedias, seis largometrajes, de El médico, que le proporcionó la amistad de medio mundo en los años cincuenta, a sus composiciones más graves, ácidas, aviesas y malvadas, algunas de ellas incluso con regusto satánico, como el curioso y retorcido western, dirigido en 1960 por Roy Ward Baker, El demonio, la carne y el perdón, Bogarde, que ya había trabajado con Losey diez años antes en El tigre dormido, parecía aguardar la llegada de El sirviente para traer a flor de piel la enigmática (porque tenía cara de buena gente) hondura de su talento para representar con exactitud geométrica las imprecisas zonas oscuras y destructoras del comportamiento de los hombres, su pasión de dominio, su desdén ante el infortunio. Nadie como él supo dar gesto y lenguaje de este tiempo a la crueldad y a la indiferencia de los hombres ante el horror del destino humano. Y Bogarde, que solo de refilón tenía algún conocimiento del teatro, reanudó así (sin griterío, con voz susurrada, sin esfuerzo retórico, casi siempre sonriendo) algunos de los hilos con que se teje la tragedia contemporánea.
El sirviente fue un vuelco, el punto sin retorno, en la fijación de un estilo-isla (sin equivalentes, sin escuela, sin sucesor, muerto con su muerte) de actuar, pero hay en esta poderosa y terrible película algo no visible, un subsuelo, de farsa que caricaturiza y simplifica, por sobrecarga de negrura, a los personajes y con ellos a las composiciones de sus intérpretes. Bogarde hace un trabajo asombroso, pero no demasiado dificil de bordar para un superdotado como él. Pero un año después, en 1964, Losey llevó a la pantalla una obra teatral titulada King and Country y de ahí procede su mejor película, aquí prohibida inicialmente por la censura fascista y luego estrenada casi de tapadillo con el título de Rey y Patria. Hay en esta durísima indagación dentro de las sucias tripas de la guerra tambien algo de farsa, pero calculada en equilíbrio con un amargo componente de documento. De ahí que los personajes y sus composiciones (sobre tode el teniente que interpreta Bogarde) pidan mayor gama de recursos, más duplicidad, y es en el despliegue de esta donde el actor alcanza, frente al soldado Tom Courtenay, otro idiota de signo muy distinto del que destruyó de un manotazo al comenzar esta crónica, su trabajo más arriesgado y complejo. Corroedor vitriolo antimilitarista, que ningún ejército de ningún país, comenzando por el suyo, perdonó.
Este dúo de trabajos magistrales convirtieron a Bogarde en uno de los más relevantes actores europeos. Rechazó a Hollywood. Inició su etapa italiana con dos prestigiosas películas de Visconti, La caida de los dioses y Muerte en Venecia, donde Bogarde mezcló hierro con seda, pero no se alzó sobre la estatura artística que alcanzó con Losey y que se prolongó en la admirable Accidente. En Italia hizo su trabajo más popular, pero ni mucho menos el mejor, de su última etapa, el Portero de noche que interpretó, o fingió hacerlo, para Liliana Cavani. Pero, pese a este mortal embolado, no estaba acabado, le quedaba aún por recitar en 1976 su genial duo con John Gielgud en Providence, para algunos, entre los que me cuento, la más libre, grave y mejor medida película de Alain Resnais. Y Desesperación, donde hizo su canto de cisne con un Werner Fassbinder pasado de rosca, que le condujo a desafinar. Y llegó ahí, en 1978, su retiro de 13 años, que interrumpió con Daddy Nostalgie, que dirigió Bertrand Tavernier en 1990. Reapareció como regalo a la guionista del filme, su amiga Colo O"Hagan. Fue hace diez años y seguía en plenitud. Pero volvió a esconderse y reaparece ahora, hecho memoria.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.