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Un signo de este tiempo

Hace unas semanas nos tragamos una humillante repetición plano a plano, un remake al pie de la letra, de Psicosis, hecha por Gus van Sant. El resultado era tan ridículo que rozaba lo penoso. Lo sería también incluso si el plagiario hubiese contado con los mismos intérpretes que Hitchcock. No recuerdo qué director de películas, creo que Akira Kurosawa, esculpió en sus memorias esta idea: la misma escena filmada por diez directores diferentes daría lugar no a una sola escena rodada diez veces, sino a diez escenas completamente distintas entre sí. Olvidó añadir que a condición de que esto sería tanto más cierto cuanto más pronunciada fuese la identidad artística de esos directores, cuanto más dueños fuesen de un estilo.No creo que haya en la historia del cine más nombres de directores de películas de los que caben en los dedos de las manos a quienes se pueda atribuir una tan pronunciada distinción en la mirada. Y uno de ellos, probablemente el más indiscutible, es Alfred Hitchcock. Pasan décadas, modas, edades, sobre el cine; se alcanzan ahora apreturas necias y sofocantes en la busca y experimentación de efectos y fuentes de emoción frente a una pantalla. Pero Hitchcock sigue ahí, completamente insuperable, distinto a todos y por encima de todos. Nadie parece haber alcanzado a meter su identidad profunda, su manera de ser y de observar lo que los demás somos, dentro de los límites siempre iguales de un simple rectángulo iluminado.

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De muy pocos directores, con manga ancha una decena entre decenas de miles, puede decirse que tales encuadres de tales películas sólo pueden ser obra suya, tentáculos de una mirada suya. Se observa, entre decenas, la primera escena de Encadenados, aquella en que Ingrid Bergman se emborracha frente al espectador mientras Cary Grant la observa de espaldas a la cámara, y se sabe, sin razón que argüir, por mandato inapelable del automatismo de una evidencia, que eso sólo puede haberlo filmado Hitchcock y que eso, aparentemente tan simple, es en realidad una compleja ecuación alquímica derivada de un espíritu singularísimo y sumamente complejo, que plano a plano, escena a escena y película a película elaboró uno de los signos de la identidad de este siglo y, por los síntomas que se entrevén en esta página, también del que se avecina.

Es un misterio diáfano pero de difícil acceso, quizás insondable: la obra, magnética y punzante, trágica e irónica de este asombroso divertidor y atemorizador de multitudes, es mucho más que un juego de imágenes fugaces, porque en este juego se incrusta uno de los accesos más graves, directos y ricos que existen al conocimiento de las contradicciones y los comportamientos de los hombres de ahora y de cualquier tiempo, al gozo secreto de indagar sus miedos ancestrales, a los mecanismos de sus viejos e inagotables conflictos consigo mismo.

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