El tiempo de la provocación
En España vivimos en el tiempo de la provocación. Anteayer era el llamado Ternera, conocido por su sangrienta acción de Hipercor, quien era propuesto para ocupar un puesto en la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco; ayer se trataba de que los kurdos en el exilio celebraran asamblea en el mismo Parlamento de Vitoria; hoy (y cuando esto se publique me habré quedado seguramente antiguo) se nos dice a los españoles que nada de Ministerio de Cultura, porque no hay una cultura de la que ocuparse, sino varias. La cuestión es la provocación. Existen argumentos más modestos para estar en contra de la existencia del Ministerio de Cultura. Baste con señalar que sus reducidas, aunque sustanciales, competencias (patrimonio, archivos, política del libro, promoción y difusión de la cultura española) podrían ejercerse con una Secretaría de Estado e incluso con un par de direcciones generales. Pero no seamos ingenuos; de lo que se trata es de poner en tela de juicio, una vez más, la identidad nacional. Decir que somos pluriculturales es, en el fondo, una forma de decir que no somos nada. Mucha pluralidad, pero de identidad cultural ni una palabra. Es decir, que ser el solar de un idioma que hablan como lengua materna más de trescientos millones de personas en tres continentes y que ha suscitado una de las cinco grandes literaturas universales, nada de esto es signo de una cultura. Que la pintura española -la de los barrocos, pero también la de los modernos- sea también una de las grandes pinturas universales, tampoco, al parecer, significa nada. Y hay que oír todo esto, dicen algunos, en silencio, calladamente, que ya se pasará, que son moderados los nacionalistas de derecha, pero conviene dejarles un poco de terreno para jugar.Así no vamos a ninguna parte. Una vez resulta que España no existe; otra, que "nosotros nos quedamos con las bombas (Gernika) y ellos con el cuadro (el Guernica en Madrid)", lo cual es falso, y otra, que en el Sur no se enteran de nada, según dichos memorables de los abades Pujol y Arzalluz, e così via. Uno cree que todo tiene un límite y que nuestros nacionalistas moderados (de los otros no hay nada que hablar) están tocando esos límites y aun desbordándolos. Dicen cualquier cosa, lo que se les viene en gana, y los demás, a tragar. Así, el señor Eguíbar, que tiene también la lengua suelta, justificó el espantoso secuestro de Ortega Lara diciendo que el pobre secuestrado desempeñaba "servicios especiales". Una miseria bajuna y de verdugo que no le costó su cargo en su partido; bien al contrario, por ahí sigue repartiendo mandobles verbales y los demás tenemos que estar a verlas venir.
Apretar las tuercas
De nada sirve con esta gente -vamos a llamarla así- el ser moderados, diplomáticos o silenciosos. Nos van a apretar las tuercas hasta que saltemos todos. Unos lo hacen con más sigilo, otros con más ruido, pero al final todos dan en lo mismo. Pues yo pienso y digo que el peor de los males no es, como dice el refrán, tratar con animales, sino habérselas con catetos, con aldeanos de gaita, txapela o barretina. Los catetos son peligrosísimos porque, en su ignorancia -de la historia de España, de la realidad europea, de la cultura universal-, son capaces de llegar a donde sea. Uno está harto de que la bandera de España sea un trapo, pero que, en cambio, la ikurriña sea sagrada; uno está hastiado de oír decir que España carece de cultura propia y el español es una lengua de pobretes, "pero ah la cultura de mi autonomía, la lengua de mi nación, ésa no me la toque usted, que además se parece mucho al francés (lo cual es mentira)". Uno está fatigado -lo diré suavemente- de que desde 1977 aquí no se haya hecho más que pensar en el País Vasco y en Cataluña y estemos donde estemos por obra y virtud de unos señores que se arrogan la representación íntegra de esos territorios porque sí.
Y lo peor es que uno mira hacia arriba y ve que todo esto está ocurriendo con un Gobierno de la derecha, esa derecha que se ha llevado siglos invocando la santísima unidad de España (y tampoco es eso; ni el mundo ni España son santos) y a la hora de la verdad democrática, que no es la hora de las armas, resulta que no sabe cómo defenderla, les echa la culpa a los únicos que las defienden, se da del bracete en las votaciones parlamentarias con los provocadores y hasta mañana y Dios les ampare, hermanos, que cuando Arzalluz diga una lindeza mirarán hacia otro lado y, si pueden, le echarán la culpa a Pepe Borrell por jacobino. Pues menos mal que todavía hay jacobinos.
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