El Parlamento, humillado
Llevo ya muchos años en el Congreso de los Diputados. Desde los momentos iniciales de la democracia he vivido momentos muy diversos y bien puede decirse que las he visto de todos los colores. He conocido altos y bajos, he protagonizado personal y colectivamente momentos brillantes y otros más bien deprimentes. He asistido a debates apasionantes y a disputas barriobajeras. He vivido momentos de gran transcendencia política y momentos de vergüenza y de consternación, como aquella bronca infame que el PP le montó a Narcís Serra por el asunto de las escuchas del Cesid. Pero nunca me había sentido humillado personalmente como diputado, ni había vivido una humillación general del Congreso. Ahora sí. La humillación personal y colectiva se produjo el pasado 22 de diciembre, el día de la discusión y la votación final de los Presupuestos del Estado, tras el paso de éstos por la otra Cámara igualmente humillada, el Senado. Como es sabido, la Ley de Presupuestos y la llamada Ley de Acompañamiento se discuten primero en el Congreso y pasan luego al Senado, y, si en esta Cámara se introduce algún cambio, vuelven al Congreso para su aprobación definitiva. Normalmente, en el Senado se introducen modificaciones menores, pero esta vez, ante el estupor general, el PP presentó unas doscientas enmiendas a los textos ya aprobados en el Congreso e introdujo con ellas asuntos de enorme calado, como la tan oscura y discutible entrega de 1,3 billones de pesetas a las compañías eléctricas que se van a privatizar, la posibilidad de convertir los hospitales públicos en fundaciones sanitarias mediante un simple decreto, la prórroga de los beneficios para la contratación indefinida y la modificación de la ley del medicamento, además de la modificación de un gran número de otras leyes importantes.
Eran asuntos tan controvertidos que el PP no se atrevió a plantearlos en el Congreso y decidió introducirlos con nocturnidad en el Senado, porque en éste tiene mayoría absoluta. Con esta mayoría los aprobó, prácticamente sin debate, con el voto en contra o la abstención de todos los demás grupos, y lo pasó todo al Congreso para un debate y una votación finales que se iban a ventilar en unas pocas horas, es decir, sin tiempo ni posibilidad de introducir enmiendas ni de discutir a fondo el tremendo paquete económico metido in extremis y sin un debate público acorde con la transcendencia de las medidas a tomar. Era, literalmente, una forma de camuflar el acuerdo a que había llegado con las grandes compañías eléctricas, incluso en contra de la opinión de las instancias reguladoras del sistema eléctrico.
Es cierto que en el Congreso el PP no tiene mayoría absoluta, pero no le costó mucho asegurarse el voto de CiU, del PNV y de Coalición Canaria mediante las consabidas compensaciones económicas, e hizo todo lo posible para que el debate final sobre los grandes temas mencionados quedase reducido a unos pocos minutos. Y para que quedase claro que aquella discusión final no iba a servir para nada, todos los miembros del Gobierno del PP se ausentaron o, más exactamente, huyeron cuando se tocaron los asuntos fundamentales. Era como decirnos a los demás: "Ustedes pueden decir lo que quieran. Nos da lo mismo. No vamos a contestarles, no vamos a discutir nada. Esto está hecho y esta sesión final del Congreso sólo sirve para aprobar formalmente lo que ya hemos mangoneado con las eléctricas y para tener manos libres en todo lo demás".
Supongo que les debió encantar aquel espectáculo de unos portavoces de la oposición que pedían explicaciones de lo sucedido ante unos bancos del Gobierno totalmente vacíos. Supongo también que se rieron mucho por aquella humillación colectiva de toda la oposición. Y con tantas satisfacciones y tantas risas no sé si alguno de ellos cayó en la cuenta de que acababan de infligir un golpe tremendo al prestigio de un Congreso de los Diputados convertido en simple espectador pasivo y casi sordomudo de unos acuerdos tomados fuera de él, y otro golpe, igualmente tremendo, a un Senado utilizado como instrumento pasivo de legitimación de acuerdos oscuros e inconfesable. Y todo con la guinda de un grupo parlamentario del PP aplaudiendo al final de la sesión, que era tanto como celebrar su propia condena a la inanidad.
Todo esto sucedía después de unas semanas de exaltación del vigésimo aniversario de nuestra Constitución. Creo tener la experiencia suficiente en los asuntos constitucionales para no dejarme encerrar en fundamentalismos. Sé muy bien que más allá de lo que diga la Constitución el juego de las instituciones y de las fuerzas políticas puede provocar, aquí y en todas partes, cambios no explicitados en la propia Constitución. Sé que en nuestro país y en otros países de nuestro entorno el Poder Legislativo ha perdido fuerza y capacidad de liderazgo en relación con el Poder Ejecutivo y que los partidos políticos pueden llegar a tener una gran capacidad de distorsión de algunas reglas constitucionales con sus negociaciones al margen de éstas. Naturalmente esto me preocupa, como preocupa a muchos políticos y a muchos juristas. Pero no es esto lo que me sulfura. Lo que de verdad me indigna es que las grandes instituciones parlamentarias acaben siendo humilladas por unos gobernantes y unos grupos de presión que deberían ser los primeros en preservar su vacilante prestigio y su maltrecha dignidad. La humillación, sea de una persona, sea de un colectivo, es la negación de la dignidad, y por tanto, la negación de la democracia. Pero, además, la humillación de unas instituciones como el Congreso de los Diputados y el Senado, es un tremendo golpe a la legitimidad de todo un sistema político que tanto nos ha costado poner en pie y que, precisamente por esto, tanto hemos celebrado últimamente. Un asunto muy feo, en definitiva.
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