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Novelas y champiñones

Si hay algo que en nuestro país sigue firmemente asentado es el corporativismo. La capacidad que los miembros de un mismo cuerpo tienen para protegerse, disculparse y comprenderse es extraordinariamente amplia. ¿Se han dado cuenta de lo que les cuesta a los jueces o a los médicos considerar tan sólo la posibilidad de que quizá un colega no haya actuado correctamente? No digamos nada de la unidad ante la agresión o, mejor dicho, de la capacidad de considerar agresión cualquier puesta en cuestión de las actuaciones de alguno de sus miembros. Pero, como el país es variopinto, hoy quiero elogiar a uno de los pocos cuerpos (si es que lo son) que admite la práctica del intrusismo sin alterarse: me estoy refiriendo al de los novelistas.Sí, porque ¿se han percatado ustedes de la cantidad de profesionales de toda procedencia que se han puesto a escribir y publicar novelas? Pues a los novelistas genuinos, a los que cada vez es más difícil localizar en la espesura editorial, les tiene sin cuidado. Ni una voz se ha alzado para denunciar intrusismo, nadie ha manifestado alarma social, ninguno ha exigido estudios y prácticas. Nada. Que publique el que quiera.

Esta obsesión del español por escribir y publicar su novela, incluso por dejar su trabajo y hacerse novelista, no tiene paralelo en ninguna otra profesión de nuestro tiempo. Antes, en aquello de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, casi todo el mundo fallaba en lo del libro. Ahora, en cambio, se falla más en el hijo e incluso en el árbol. Me he preguntado cuándo empezó este fenómeno tan extraordinario y creo recordar que fue el día, ya lejano, en que un conocido economista se despeñó por un barranco y decidió que ahí había una novela. El caso es que hoy quien no tiene una novela publicada (o, en último extremo, un libro impreso, de lo que sea) y un presentador que lo presente, parece un don nadie. El fenómeno se extiende de tal manera que ya afecta o afectará, uno tras otro, a representantes de las profesiones liberales, de la política, del "mundo del corazón", de las finanzas, y luego, pues a todos los españoles; ¿o es que no son seres humanos todos los demás?

A mí, personalmente y sin ánimo de ofender a nadie, no me extraña esta situación, porque, leyendo lo que se publica por ahí, encuentro lógico que el lector piense para sus adentros: "Esto también lo escribo yo". Aquella gente que en los trenes, al averiguar durante el viaje que uno escribía, te decían: "Pues si yo le contara a usted mi vida, menuda novela tendría usted", ahora traman ya contarla ellos. Y llevan razón; ¿por qué no, dado que imperceptible pero firmemente se viene identificando novela con novelería y narrar con largar?

Recuerdo una oferta que se hacía a los españoles por medio de la prensa, del buzoneo y el mailing hace un tiempo; una oferta consistente en animar a la gente a cultivar champiñones en su casa. Te enviaban contra reembolso un saquito de esporas y tú mismo, en el cuarto de baño, en el trastero, o en algún otro lugar de la casa, cultivabas ricos champiñones sin apenas coste de producción y te hacías con un dinero extra que te redondeaba el mes. Porque, eso sí, no se fomentaba la producción industrial, sino la casera, la familiar. ¿Será éste el futuro de la novela en nuestro país?

Pero, mientras llega, les confesaré que el secreto del generosísimo y abierto comportamiento de los novelistas es que su propia individualidad les impide ser corporativos: un auténtico escritor sólo aspira a la singularidad. Los que pueden crear -y lo harán- un verdadero cuerpo son todos los intrusos, celosísimos de que alguien pretenda ser como ellos.

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