García Márquez regresa al calor del reportaje
El escritor prepara ilusionado su nueva revista mientras dirige talleres de periodismo
Gabriel García Márquez entra en la sala todo feliz en su camisa blanca y con un pantalón de tenis que deja al aire sus gemelos recios. Pero los 10 alumnos del taller sobre estilo periodístico que le aguardaban hacen un silencio que tal parece que se hubiera personado el presidente del Tribunal Supremo vestido con toga y birrete. Este genial escritor vivirá muchos años, desde luego, si se da por bueno su aserto de que “hacer un trabajo que a uno no le gusta contribuye a la muerte”, porque él cree que “el secreto de la longevidad y la felicidad es hacer solamente aquello con lo que uno disfruta”. Ahora acaba de concebir una ilusión más que le alienta la vida: ha comprado la revista colombiana Cambio, y se le ve en la cara que ya está imaginando titulares. Aquel reportero joven que pervive en este García Márquez jovial atraviesa, pues, una etapa de regreso a los orígenes: escribe sus memorias, prepara una publicación semanal que quiere convertir en el mejor hogar de los reportajes y dirige talleres de periodismo para profesionales de España y Latinoamérica, un foro de debate y aprendizaje.
Su casa de Cartagena de Indias es un fortín que preserva la intimidad familiar, pero a menudo se deja interrumpir por alguna llamada relacionada con este desembarco en lo que antes fue la edición colombiana de Cambio 16. Nunca mientras escribe a primeras horas de la mañana, solitario en su despacho de la planta superior, de tresillo inmaculado, de paredes blancas, decorado a la izquierda de la mesa por dos cuadros de arte colombiano y, de frente, por el mar Caribe. Esas primeras horas nadie las toca. Ni tampoco el partido de tenis, que llegará a las puertas de la noche. Pero más tarde, antes de la cena, aceptará ponerse al teléfono para ver cómo van los planes de la gerencia, incluso para conversar con un redactor que sigue esa confusa pista sobre el hallazgo de una fosa común donde muchos de los cadáveres de niños se llaman Andrés. Una novela real.
Se le han juntado ahora, pues, dos pasiones: la compra de la revista Cambio (él ha puesto el 50%; un grupo de periodistas amigos suyos ha pagado el resto) y la enseñanza y la reflexión sobre el periodismo de hoy.
En efecto, durante estos días, Gabriel García Márquez, de 72 años, ha participado en un taller de su Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Cartagena de Indias (Colombia).
"Esto es algo de lo que más me gusta en la vida", explica. Y no hace falta creer en sus palabras, porque se le siente en su sonrisa.
A veces los dirige personalmente; a veces llegan maestros invitados, como en éste al que inusualmente asiste durante cuatro días, mañana y tarde.
Cuando todos los participantes se presentan, él empieza diciendo que es "un colado", un polizón... Pero cada vez que interviene le conceden todos la venia profesoral. Y le salen frases que no resulta difícil relacionar ahora con su revista, su pasión duradera del momento; la aventura con la que espera empaparse otra vez de este viejo oficio que lo reveló ante al mundo como el hombre que había resuelto el misterio del ritmo y las palabras. Y quiere experimentar de nuevo, con la ayuda de todos los periodistas de la plantilla, su modo de concebir el periodismo: la escuela que tiene al reportaje como más excelso género.
Cuando este colado empieza a hablar, hasta las moscas guardan silencio y atienden pegadas a los cristales: “Yo estaba en Nueva York durante el golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov. Me pasé todo el día en el hotel viendo la CNN, que informaba al minuto de cuanto iba ocurriendo. Hablé ese mismo día con Carlos Andrés Pérez, el presidente de Venezuela, y había quedado a cenar con Henry Kissinger. Después de todo eso, al día siguiente empecé a leer el New York Times. ¿Pero qué me podía decir a mí ya el New York Times? Pues sí; resulta que los tipos empiezan a echar el cuento de aquel golpe de Estado como si nadie lo conociera... Y te lo tragabas entero. Porque el cuento hay que contarlo siempre, como hicieron ellos, con una inocencia..., pero perfectamente articulado desde el principio, insuperable; aunque ya supiéramos todo. El primero que ve un accidente es el primero que va luego a comprar el periódico para ver qué dice”.
Le escuchan los argentinos Fernán Saguier y Luis Sartori (La Nación, Clarín), los colombianos Víctor Diusaba, Laurian Puerta, Guillermo Franco, Sonia Gedeón (El Espectador, El Heraldo, El Tiempo, El Universal), los costarricenses Armando Mayorga (La Nación) y Laffite Fernández (de El Diario de Hoy, de El Salvador), el mexicano Luis Miguel González (Público) y el peruano Alberto García Castro (El Comercio). Todos ellos, altos cargos en sus respectivas redacciones. Da la impresión de que García Márquez -Gabo entre sus amigos y sus colegas- ha querido empaparse de periodismo porque ya barrunta unas cuantas entradillas.
“El del editor es el trabajo más importante”, les explica. Quienes se encargan de la supervisión profesional de los textos “son la cara del periódico. Lo que hacen los editores es más importante incluso que el papel del director. Ellos consiguen la calidad del diario”. Y acude a su memoria: “No entiendo por qué hay ahora tantos errores. Antes, en El Universal escribíamos a veces los redactores sobre el teclado de la linotipia, y no salían tantas erratas ni tantos malos titulares”.
En aquellos tiempos el diario tenía apenas cuatro periodistas, uno de los cuales desempeñaba el oficio de “inflador de cables” (el que estiraba los teletipos -llegaban cual escueto telegrama- tras escuchar las emisoras de onda corta). Y entre ellos andaba Clemente Manuel Zabala, el que lo contrató: “Le expliqué que quería trabajar allí, y que había publicado dos cuentos en El Espectador, de Bogotá. Y resultó que él los había leído. Me dijo: “Siéntate y escribe una noticia”. Después la leyó y lo tachó todo, y fue escribiéndola él entre las líneas tachadas. En la segunda noticia volvió a repetir la operación. Las dos se publicaron sin firma, y yo pasé días estudiando por qué cambió cada cosa por otra, y cómo las escribió él. Después ya me fue tachando menos frases, hasta que un día ya no tachó más, y se supone que desde aquel momento yo ya era periodista”.
Por entonces los errores se colocaban subrayados sobre un tablón de anuncios, para que todos los vieran en la Redacción. "Se llamaba el muro de la infamia, y todos íbamos avergonzados a mirarlo".
Aún no está a pleno rendimiento su equipo para el semanario. En estos últimos números de Cambio la influencia del premio Nobel colombiano todavía se percibe lejana. Durante las navidades, la tradición de la prensa de Bogotá reserva una semana de descanso a las revistas, que se toman vacaciones en su cita con los quioscos. Y después de eso, en enero, ya será un hecho la reforma de Gabo. Para ello cuenta con una Redacción joven y valiente, que titula así uno de sus últimos números: “Narcogoles. La historia oculta de cómo premiaba Miguel Rodríguez Orejuela a los futbolistas del América de Cali”. Casualmente, todos los redactores han pasado por estos talleres de la Fundación de García Márquez. A ellos sumará Gabo su firma en las páginas, escribirá de tanto en vez. Y, sobre todo, conversará, dará consejos.
No parece García Márquez una persona condescendiente. Los periodistas de Cambio tendrán en él a un lector implacable. Lo demuestra en este taller que quizás le sirve de camino de vuelta hacia el tajo. Se analizan los periódicos que cada uno ha traído, y él lee uno en voz alta: “La facturación, salvación de los hospitales”... Vaya cacofonía”... Y resalta un ha sin hache, y un porque en vez de un por qué, y un dónde mal acentuado... Y continúa: “Posicionarse... qué palabra... sólo de fea debería prohibirse”; “realizar, realizar... yo creo que jamás he escrito la palabra realizar”; “qué pobres los adverbios terminados en mente; yo ya no los uso, porque siempre la palabra que los sustituye es mucho mejor”; “miren este título de El Universal: “Fumar da a la leche el sabor del tabaco”... Sólo podemos entender qué quiere decir cuando descubrimos en el texto que se trata de la leche materna”.
Y después se le caen de los labios sentencias como doblones de oro: “Una cosa es una historia larga; y otra, una historia alargada”; “el final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad”; “el lector recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza”, “es más fácil atrapar un conejo que atrapar a un lector”; “hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad”; “cuando uno se aburre escribiendo, el lector se aburre leyendo”; “no debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo”...
El premio Nobel colombiano anima a los participantes a que consulten el diccionario. No es de extrañar. En un lateral de su mesa de trabajo, en la casa de Cartagena de Indias, se alinean verticales nada menos que 11 diferentes ("los tengo ahí para que se peguen entre ellos", bromea). María Moliner, Joan Corominas, Julio Casares, sinónimos y antónimos... y hasta un diccionario de colombianismos. Y algunos más esperan consulta en una de las cinco estanterías llenas de libros, donde destacan los gruesos tomos verdes de la monumental obra léxica emprendida por Rufino Cuervo.
Un titular de los que se analizan en el taller de periodismo se refiere a las “mascotas” domésticas. Alguien cuestiona esa palabra, y dice que una cosa son las mascotas y otra los animales de compañía. García Márquez pide el diccionario, y le traen de una sala contigua (aquí no había ejemplares sobre la mesa) la reciente edición de uno que él ha prologado. El premio Nobel lee las definiciones, que equiparan mascota con talismán y amuleto... “Pero aquí en ningún sitio se dice que respiren”, interpreta. Se abre luego el debate sobre la palabra “mascota”, que resulta procedente del francés mascottte... y, efectivamente, los diccionarios empiezan a pelearse entre sí, porque el de la Real Academia Española habla de “persona, animal o cosa” que sirve de talismán. Por tanto, en este diccionario las mascotas sí que respiran. Y uno de los presentes remata: “Pero yo no tengo a mi perro para que me dé buena suerte”.
El Gobierno colombiano acaba de declarar el estado de emergencia económica, y un periódico de Bogotá encabeza así un artículo: "Crónica de una emergencia anunciada". El autor de los títulos más parafraseados del mundo muestra su desencanto ante la escasa imaginación de los editores que lo supervisaron: "¿No pueden inventar sus propios títulos?".
Un reportaje mal puntuado contiene esta frase: “Pronto, entablaron amistad”. Se critica la coma innecesaria, pero García Márquez le da una vuelta genial a la expresión, y explica: “Quedaría mejor ‘entablaron una pronta amistad”. Eso lleva a hablar sobre la música de las palabras, del ritmo y la armonía. Él cree que vale la pena amar la música si se quiere escribir bien.
Tal vez por ese motivo tiene en su salón un magnífico piano de cola negro escoltado por cuatro sillones blancos. Aunque nadie de la casa sabe tocarlo, parece en buen uso, muestra el tacto suave en sus siete octavas y suena afinado en todas las armonías. "Es para las visitas", explica Gabo junto a las teclas. "En Cartagena es costumbre que lo toque algún invitado en una fiesta, con todos los demás rodeándole; y con las copas sobre la tapa de la caja. Cuando fui a comprarlo, me preguntaron en la tienda que cómo quería el piano. Y yo les dije: Pues como para doce personas".
Se sienta en uno de los sillones blancos y aguarda a que el piano cante. Imagina que en ese momento sonará Aquellas pequeñas cosas, de Joan Manuel Serrat, “la canción más maravillosa que se ha escrito”. Y a veces incluso sucede.
El cine, otra de sus pasiones, también tiene presencia en la casa, de paredes blancas, de estancias abovedadas en ladrillo como el techo de una bodega, una casa silenciosa donde apenas se oye el rumor del aire acondicionado. La sala de proyecciones parece un minicine de gran ciudad, con 18 butacas (una fila de cuatro, otra de cinco, otra de cuatro, otra de cinco) y una pantalla grande, una pantalla profesional en blanco mate. Se halla en la planta de abajo, cerca de la piscina, a la cual se sale tras pasar un porche con 14 sillas y sillones rodeados de hojas verdes gigantes y saludables.
La sesión vespertina de hoy en el taller sobre estilo ya toca a su fin, pero Gabo se levanta un poco antes, orgulloso en su camisa blanca, su pantalón corto blanco, sus zapatillas de tenis blancas de cordones blancos. "Lo siento, me voy", se excusa. "Tengo un compromiso más importante en mi vida". Los presentes imaginan que ha de organizar alguna cuestión crucial de su nuevo, ilusionante, semanario. Pero él, como única pista sobre la inaplazable misión que le reclama, lanza una bola imaginaria hacia el aire y la golpea de un derechazo en dirección a la puerta.
Babelia
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