Fracaso en la cumbre
La cumbre sobre el clima celebrada durante las dos últimas semanas en la ciudad de Buenos Aires se ha cerrado sin alcanzar los objetivos para los que se había convocado, que han quedado pospuestos más de un año. En esa cumbre, continuación de la celebrada en Kioto en 1997, debían ratificarse los acuerdos de reducción de gases causantes del efecto invernadero y concretar las medidas para ello. Lo pactado en la ciudad japonesa puede resumirse en una reducción global del 5,2% de las emisiones de CO2 hacia el año 2010, tomando como punto de referencia las de 1990. Hace un año, algunos pensaron que ese objetivo era modesto. Y lo era si consideramos que, de conseguirse, lo único que se habría hecho es estabilizar un problema creado esencialmente por la combustión de carbón, petróleo y gas. Pero el objetivo era difícil, porque países y corporaciones muy poderosas iban a dificultar su ratificación.El fracaso es responsabilidad principal de Estados Unidos, que ha puesto condiciones previas poco razonables. La exigencia de que los países pobres tomen también compromisos de reducción tiene lógica, en la medida en que en el futuro serán países como China o India los que contribuirán más al aumento de gases de invernadero en la atmósfera; pero el hecho cierto es que son los países más industrializados los que han creado el problema. No pueden tener autoridad moral los países más ricos para exigir medidas de contención a los demás, si antes no se comprometen a hacer el esfuerzo al que se comprometieron en Kioto. La exigencia norteamericana de que se aprueben mecanismos de compra de derechos de emisión a los países pobres que no agotan su cupo de contaminación es una pésima pedagogía para todos.
El representante norteamericano ha firmado el protocolo de Kioto, pero su ratificación, que corresponde al Senado, es difícil. El problema básico es que se requieren medidas fiscales, de incentivos y de inspección de toda la industria energética o intensiva en el uso de energía, en clara contradicción con los intereses inmediatos de empresas norteamericanas muy acostumbradas a despilfarrar energía. Para empezar a reducir la envergadura del problema, no hace falta esperar a la aparición de tecnologías sofisticadas ni a una sustitución masiva de las fuentes de energía actuales. Basta la voluntad y el esfuerzo de introducir hábitos de ahorro en los usos energéticos. En Europa hace ya tiempo que ese proceso se inició, por razones económicas tanto o más que medioambientales, de modo que las emisiones per cápita son, en este momento, la mitad de las norteamericanas.
El tándem Clinton-Gore ha hecho múltiples declaraciones de voluntad medioambiental, pero esa voluntad se demuestra afrontando tareas difíciles, como las que sin duda tendrían que afrontar en caso de que ratificaran el protocolo de Kioto con todas sus consecuencias.
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