Los delitos significantes
Conocí hace años a un escocés cuyo mayor deseo era Guadalajara. Siempre habló mal español, y el poco que aprendió en los 14 meses que pasó aquí lo fue perdiendo por el roce de una vida diaria en Glasgow. Pero tenía ya 68 años y pronunciaba bien el polisílabo, jota incluida, y no quería morirse sin visitar en la ciudad de la Alcarria a una mujer casada que después de vendarle un brazo herido se mantuvo fiel a su matrimonio. Murió sin el deseo cumplido, porque murió antes que el general Franco, y más fuerte que la necesidad de volver a ver la cara de un amor imposible y el frente donde luchó por la libertad de la República era -para ese brigadista escocés- su decisión de no pisar la España franquista. Anteanoche un amigo de 20 años que tiene un padre comunista y él mismo un corazón chapado a la izquierda, me preguntó, viendo la desacostumbrada excitación con la que yo pasaba de un canal a otro para captar imágenes de los policías británicos vigilando a un criminal (permítame el Libro que me salte estilísticamente la presunción), me preguntó esto: "¿Tan importante es para ti que juzguen a ese hombre ahora?". El temor al ridículo de la pureza, la desconfianza generalizada que suscita todo lo que huela a resistencia, el olvido, que es un calmante pero no un curativo del dolor de la historia, la ausencia de memoria inculcada a quienes aprenden a hablar con el único tiempo verbal del presente; todos esos factores, y más, hacen dificilísimo explicar hoy a una hija, a un novio, a una clase de alumnos la trascendencia intelectual, simbólica, que tiene ver perseguido -sólo, por el momento, acusado, recluido, sólo eso ya es mucho- al actor principal de una pesadilla que al acabar dejó el suelo de nuestra juventud repleto de cadáveres.
No quiero ser injusto ni orgulloso. Cualquier asesinato político, cualquier acción terrorista o genocida ataca más allá de la víctima a nosotros todos, posibles blancos insospechados de un degüello religioso, un alzamiento nacional o una bomba en el supermercado. Pero hay crímenes que afectan más a unos que a otros y mi generación -la del 68 parisino, por citar un lugar común- que no habiendo luchado en ninguna guerra civil o mundial perdió sin embargo todas las batallas con las que soñó construir otro mundo, para mi generación, repito, la más amarga derrota fue la de Chile, y el bombardeo de La Moneda, las gafas negras del generalato golpista, los estadios como campos de juego de un exterminio, el terrible equivalente al sitio de Madrid o a los paredones de Franco para una edad anterior que, al perder, no pisaba España por un sentimiento de asco y fidelidad.
Después de la palabra sentimiento el riesgo es que te digan sentimental. Ya verán ustedes cómo no van a faltar en los próximos días (empezó Aznar en Oporto con su enrevesada y tautológica declaración de Pepito Grillo) exhortaciones a la cordura judicial, a la primacía de la razón diplomática sobre las pasiones políticas. En el año 1936 muchos cientos de miles de ciudadanos de Europa y América desafiaron a la razón llevados por sentimientos de solidaridad y creencia en unos ideales.
Alegrarse hoy hasta lo infinito y pedir, sabiendo que hay suficiente base legal, el juicio de Pinochet, no es la "operación nostalgia" de unos maduritos que buscan aliviar su conciencia de gatos escaldados.
Entre los que lucharon cuerpo a cuerpo contra el fascismo en España hubo muchos escritores, y fueron los británicos los más numerosos (Valentine Cunningham ha compilado dos excelentes antologías, un total de más de 800 páginas de prosa y verso). Algunos murieron peleando. Otros volvieron para contarlo. Auden, sin duda el mayor escritor de todos ellos, termina así su poema Spain: "Nos han dejado solos con nuestro día, y el tiempo es corto, y la Historia a los derrotados / puede decirles ¡qué pena! pero no ayudar ni perdonar". Los policemen ante la clínica vuelven a recordarnos que las derrotas de la Historia no se salvan con el perdón y que -esto sí es sentimentalismo- tampoco esta vez los británicos nos han dejado solos.
Babelia
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