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El pelo de la derecha

Vicente Molina Foix

El viernes hice una lectura capilar de la primera crisis del Gobierno, y me quedé muy satisfecho. La intuición que venía hace tiempo madurando ha caído por su propio peso, y estoy en condiciones de sostener que en época de tanta confusión y homologación, de disfraz ideológico y astucia electoral, la mejor manera de llegar al fondo de un político es mirarle a la forma fijamente: la cara, el pelo, el traje, los zapatos. La estética es una justicia superior.La frase, ya qusiera yo, no es mía, sino de Flaubert, en carta a George Sand, y constituye la anotación número 65 del cuaderno privado de citas (el commonplace book al que tantos escritores anglosajones fueron aficionados) de Wallace Stevens, recién publicado, en una edición ejemplar, por Pre-Textos (Sur Plusieur Beaux Sujects, traducción y prólogo de Jorge Gimeno y Laura Romero Chust). Cuando la justicia humana flaquea y los fiscales defienden los ropajes de su emperador, aunque éste vaya desnudo, cuando los asesinos y sus cómplices exigen a quienes son víctimas suyas potenciales la libertad de matar(les) de palabra, cuando un partido entero que se dice regenerado proclama su intención de beber el cáliz de sangre de una negra misa en comunión solidaria con los sacerdotes oficiantes, cuando la derecha no se atreve a decir su nombre y la izquierda más ética recurre a la purga como mejor dietética, entonces, ah, el juicio estético es la brújula para no perder rumbo, la aguja de marear, el faro que nos lleva, sorteando los arrecifes más engañosos, al puerto de la verdad.

Así que el viernes pasado seguí de cerca los informativos en que comparecía por vez primera como portavoz del Gobierno el ministro independiente Josep Piqué. ¿Mensaje recibido? Palabras, palabras, palabras. El pelo era el mensaje. Frente a la silvestre barba canosa de Miguel Ángel Rodríguez (en él, curiosamente, el sans-souci no quedaba chic, ni los pelillos blancos le conferían el decoro de la madurez). Frente a su pelambrera en forma de matorral rizoso o pira ardiente, Piqué lucía un cutis finamente rasurado y un medido corte a navaja, sin una punta más larga que otra (¿esculpido Llongueras? Mi ciencia peluquera no llega a tanto). El pelo y las maneras corteses, yo diría que hasta sinuosas, del nuevo portavoz anuncian un tiempo político lacio y lacado, de champús y after-shaves de importanción, ya sin los tufos de la permanente ni la maquinilla de hoja mellada.

Lo irresistible es extrapolar esta interpretación estilística a todas las figuras del poder, recordando siempre que un mal gusto puede más que una buena intención. Estoy convencido, por ejemplo, de que el señor Álvarez del Manzano cree hacer el bien estético cada vez que planta una estatua o suaviza la sequedad del clima madrileño con una nueva fuente. Pero hay una fuerza intrínseca en el gusto rancio y paleto, grandilocuente y hueco; un fascismo formal, en suma, que se impone irremediablemente, como se ve en el último monumento erigido en una de las más nobles esquinas de la capital, Goya con Alcalá, y que firma el escultor Víctor Ochoa: un horripilante busto del pintor aragonés sobre un túmulo y con ridícula capa fluvial. En Alicante -cito los casos que conozco mejor- el gobernante PP local tomó en su día la acertada decisión de regenerar el puerto pesquero abriéndolo a la ciudad con una nueva marina; la arquitectura de sus pabellones, sus zonas de paseo y hasta sus bancos de piedra, de un postmoderno de maceta y reja andaluza, convierten ese espacio en uno de los más feos atentados contra la belleza del lugar.

Pero el estilo es el hombre, o la mujer, y el PP escapa a veces a la prevaleciente norma retrógada: en algunas iniciativas de Ruiz Gallardón en Madrid, en la avanzada línea de exposiciones y publicaciones de la Dirección General de Promoción Cultural valenciana, que dirige Consuelo Ciscar. ¿Dará Piqué a este gobierno algo más que un lavado y marcado? El pelo de la dehesa es el de más dura raíz, y necesita el peine diario de la crítica, ya que "lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone donde quiera". Tampoco esto lo digo yo, sino Ortega, y Stevens lo copió, en el español original, para su commonplace book.

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