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Babel como metáforaGUILLEM MARTÍNEZ

Con motivo de la última final masculina del torneo de Roland Garros, un diario en el que a menudo se expresa la derecha española yuyu eligió como portada este texto: "París habla español". Ese mismo día, un diario barcelonés en el que a menudo se expresa la psicoderecha catalana eligió como portada este otro texto: "París parla català". Personalmente, me hubiera parecido más acertado decir en portada quién jugaba la final, aunque en el caso de optar por un titular lingüístico -y ya que hablamos de tenistas- hubiera optado por un expeditivo "París habla / parla pijo". En todo caso, en fin, estos dos titulares ilustran una coincidencia vocacional de los pueblos hispanos antiquísima, dilatada, aburridísima, de sublimación de la lengua, de confundir la lengua con muchas otras cosas, de utilizar la lengua, precisamente, para no hablar de otras cosas. También ilustra que la lengua es una gran inversión política en esta zona del planeta. Se trata de una inversión muy rentable que, telúricamente, siempre ha realizado la derecha peninsular. En Cataluña, esa inversión estaba por realizarse plenamente. Siempre había creído que la realizaría la derecha. Lo sorprendente del asunto es que la ha realizado la izquierda. Y la ha realizado con éxito. El otro día, el Foro Babel abandonó sus pruebas en laboratorio y se presentó en sociedad y lejos del oasis barcelonés. La presentación en el Empordà adquirió proporciones metafóricas de lo que puede significar el invento. En primer lugar, el local en el que se desarrolló el acto / match fue solicitado y reservado directamente por el PSC. Por otro lado, no hubo ningún cartel que convocara al público a la reunión, algo sorprendente si de lo que se trata es de hacer un foro, y no un póquer político emitido por cuatro personas hacia otras cuatro personas en lo que es una dinámica política muy secretista, muy de nuestra transición -o quizá, ya, muy hispana a secas-. Por último, la reunión -el gran éxito al que aludía- finalizó en encontronazo violento entre usuarios de dos lenguas que, hasta la fecha -y, al menos, desde el siglo XVI-, se han utilizado en nuestra sociedad civil sin mayores problemas ni aspavientos siempre que ha dejado ser eso, civil. Todos esos puntos invitan a la meditación. Sobre todo el último, ese choque entre dos bloques de dos lenguas diferentes que, por ser el primero, resulta característico. Estas líneas nacen del estupor ante ese choque y la posibilidad de terror cotidiano que apunta. Al articulista le parecería muy bien que los dos colectivos orangistas presentes en esa sala se dieran de palos en privado en esa u otra sala, y nos dejaran en paz al resto. Pero la posibilidad de futuro estadísticamente más factible es que los palos acaben cayendo sobre tipos como este articulista, tipos que no aplaudirán o gritarán a nadie por la lengua que hablen, tipos que disfrutan -o, glups, disfrutaban- de una libertad personal fruto de una situación lingüística única en un país europeo con más de una lengua, tipos que no creen que en Cataluña exista ningún tipo de conflicto lingüístico, tipos que, por eso mismo, en síntesis y al parecer, se han quedado sin ningún partido que les defienda. Me considero indefenso e indefendido porque soy un sparring lingüístico, alguien que tiene todos los números -como usted, si ha leído hasta esta línea sin resoplar indignación lingüística- de comerse todo el marrón. Hablo dos lenguas peninsulares. Me gano la vida con una más que con la otra, posiblemente porque por razones históricas -que es preciso no olvidar- en el colegio sólo accedí a una. O posiblemente porque sí; no tengo que dar ninguna explicación y, además, en esta sociedad -al menos hasta esta mañana a primera hora- nadie me las pide. Soy de izquierdas, por lo que no soy nacionalista. No me subliman el paisaje catalán o el español, ni la lengua catalana ni la castellana. Por otra parte, considero que nadie elige su lengua -si usted, por ejemplo, estudia inglés, no se emocione: en última instancia, tampoco lo ha elegido-, por lo que nunca podré enojarme por algo que nadie elige. Al no ser nacionalista, por otra parte, no tengo ningún problema ante el hecho de que una sociedad, debidamente invadida por los romanos, hable catalán 1.000 años después. Considero que el catalán es como el castellano, o el inglés, o el chino, pero en catalán. La única diferencia es que la normalización del catalán es un logro y un objetivo netamente democrático y consensuado, en todas sus fases, por la mayoría de las fuerzas políticas de esta sociedad. La normalidad con la que se accede al catalán en una cena o en la calle es, además, uno de los pocos logros de la izquierda catalana, que hasta hace poco ha sabido limar las asperezas en el tema -es decir, ha sabido evitar la rentabilidad política que, decía, supone reivindicar una lengua en una cultura hispana; ha sabido conseguir que el catalán o el castellano no tengan dueño en Cataluña. Me parece que, hasta cierto punto, la felicidad lingüística en Cataluña es (¿era?), pues, un patrimonio de la izquierda, de nuestros padres y abuelos venidos de otro idioma, que no les hubiera costado nada sustituir el catalán por su lengua y que comprendieron que permitir que el catalán existiera era parte de su patrimonio democrático en un país no democrático, y una garantía democrática en un país democrático. Por lo demás, me da igual si las películas están en catalán o en castellano -mi ilusión es que no sean tan deleznables como Airbag o Victòria-. Aunque crea normal que el Estado en Cataluña se comunique conmigo en catalán, me da igual qué lengua utiliza el Estado para comunicarse conmigo. Me preocupa mucho más lo que me dice el Estado. Si el Estado me propone algo injusto, intento no hacer caso del Estado. Eso es lo que han hecho, por ejemplo, las personas que han decidido no obedecer su orden de incorporarse a filas y que han reivindicado su derecho individual a no hacerlo, toma de posición que ha supuesto que más de 200 personas con mi pasaporte hayan ido a prisión sin que ningún colectivo de intelectuales preocupado full-time por los derechos individuales convocara en su día un foro al respecto de esa cifra tan escandalosa. Posiblemente porque cuando ha habido más personas encarceladas por ese motivo, el Gobierno responsable era de un determinado partido. O lo que es lo mismo: porque el intelectual hispano tiende a no crear tomas de posición independientes de los partidos que le alimentan. Ese comportamiento puede ilustrar lo que, en última instancia, puede dibujar el Foro Babel: un modelo de intelectual hispano, presente en toda la Península a través de todas sus lenguas y que nace con la transición. Un modelo de intelectual al servicio de los partidos -y dependiendo de los resultados de cada partido, al servicio del Estado, de la autonomía, de entes municipales...-. Un modelo de intelectual que, funcionalmente, no se diferencia mucho del intelectual convergente, el único que -manifiesto Babel dixit, muy acertadamente- puede acceder a un trabajo como intelectual en la Administración catalana, como el intelectual del PP o del PSOE es el único en acceder al Estado en aquellas comunidades o entes gestionados por esos partidos. Un intelectual, en fin, que no crea o analiza modelos de realidad. Un intelectual orgánico, un intelectual que dice "París habla español" o "París parla català", pero no "París habla / parla pijo". El manifiesto Babel lo han firmado personas a las que admiro, escritores, maestros, profesores, de trayectoria intachable y a los que debo mi formación. También personas que admiro menos y, finalmente, personas que no me inspiran ninguna confianza. Babel, me explicaba una editora hace un tiempo, es una conspiración: el problema es saber quién la raptará, quién se llevará los beneficios. Supongo que, en todo caso, no serán mis maestros, sino personajes que simbolizan lo contrario. De cualquier forma, todos los firmantes tendrán sus razones para apoyar la maniobra, y sinceramente no dudo de que su acción provenga de una reflexión honesta y pausada en la mayoría de los casos. Aquí, y sin ánimo de calentar el ambiente, sino de enfriarlo, he vertido mi opinión al respecto de la metáfora espantosa que se fabricó en el acto del Empordà. Opinión que se materializa en esta decisión: no voy a volver a hablar nunca más de problemas lingüísticos, pues tanto mis problemas como los de la mayoría de la sociedad son otros y están en los antípodas del, al parecer, único problema oficial. Sólo pienso retomar el tema para recordar a alguien -un taxista, un funcionario catalán o madrileño-, muy brevemente, que el castellano y el catalán no son opciones políticas y no tienen dueño. En el ínterin, y para aludir a la realidad, hablaré de derechas y de izquierdas. Y criticaré el hecho de que, si la izquierda quiere el poder en Cataluña, no elabore modelos de realidad y los explique, sino que desempolve la polémica lingüística, un tema que históricamente es patrimonio de las derechas peninsulares. O, lo que es lo mismo, tiende a acabar mal.

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