Contra el cine catalán
EL GOBIERNO de Jordi Pujol ha elaborado un proyecto de decreto, que desarrolla la recientemente aprobada ley del catalán, por el que se impone a los distribuidores y exhibidores de cine un régimen obligatorio de doblajes en lengua catalana con el correspondiente apartado de sanciones, que pueden llegar hasta los 10 millones de pesetas y al cierre durante seis meses de las salas. El decreto persigue el objetivo de que los filmes de gran éxito cuenten con versión doblada al catalán junto a la versión doblada al castellano. Se trata de un objetivo en principio positivo y acorde con la Constitución española y con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que reconocen y promueven la igualdad de los ciudadanos en el uso de las distintas modalidades lingüísticas.El problema es de método, de concepto y de prioridades. El método no podía resultar más desacertado, pues el proyecto se ha gestado sin un mínimo diálogo social y político previo. En cuanto al concepto, es muy negativo para el sector privado cinematográfico y en general para el empresariado, pues es la expresión del más puro intervencionismo: por los mismos principios que se impone un régimen disciplinario en el cine podría imponerse también en otros sectores, por razones lingüísticas o de otra índole. En cuanto a las prioridades, revela una extraña fijación del Gobierno de Pujol en un aspecto, probablemente el menos importante, de la cultura cinematográfica: de poco servirán las medidas coercitivas si los ciudadanos prefieren ver las películas en otras lenguas o si, como ya es el caso, la industria cinematográfica catalana y en catalán queda convertida en un erial y sus profesionales tienen que trasladarse a otras ciudades, a Madrid principalmente, sencillamente para poder seguir trabajando. Centrar la política cinematográfica en garantizar coercitivamente los doblajes al catalán de los filmes de gran difusión revela un desconocimiento alarmante de la evolución de la industria audiovisual.
Es cierto que el proyecto ha sido elaborado con la habilidad de los golpes de efecto políticos o incluso electoralistas. No afecta a las pequeñas empresas del sector -sólo las películas con más de 16 cintas en exhibición estarán obligadas a las cuotas-, utiliza la ley lingüística con toda la energía sancionadora que exigen los sectores del nacionalismo más radical y permite a los convergentes seguir lavando ante su electorado el pecado de su apoyo al Gobierno de José María Aznar. Pero el objetivo que persigue puede alcanzarse por otros caminos, como los convenios con la industria para aumentar la presencia de la lengua catalana en los grandes circuitos. En vez de optar por la vía de la intervención, todo Gobierno catalán responsable debiera arbitrar una política de promoción de la cinematografía, de forma que los profesionales y empresas del sector no se vieran obligados a abandonar Barcelona, la ciudad que fue, no hace muchos años, una dinámica capital de la cinematografía española. Es de esperar que el debate político y profesional generado y la tramitación del decreto sirvan para rectificar la propuesta y buscar un amplio consenso sobre el que basar el apoyo al cine en catalán y en Cataluña.
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