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Tribuna:POLÉMICA EN TORNO A CELA
Tribuna
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El Nobel, en la letrina

El autor critica las recientes declaraciones del premio Nobel de Literatura Camilo José Cela sobre los homenajes a Federico García Lorca y el apoyo de los homosexuales

Don Camilo, académico, Nobel y marqués, ha conseguido desacreditar de un solo golpe sus tres títulos y al mismo tiempo el concepto de «hombre de cultura» tal como nos habíamos acostumbrado a entenderlo en una sociedad democrática. No ha tenido, sin embargo, la virtud de sorprenderme: su reiterada utilización de la palabra «maricón» cada vez que se ha referido a algo remotamente parecido a la homosexualidad -o lo que sus luces le permiten entender como tal- autoriza a comprender por dónde van los tiros. Se parecen mucho a los que acabaron con la vida de Federico García Lorca.A estas alturas, o si lo preferís bajuras, el Cela escritor que cautivó nuestra adolescencia se ha convertido en un figurón que repugna a nuestra madurez, ora con estentóreos desplantes que son obras maestras de grosería y vulgaridad, ora con desfasadas pompas de aristócrata parvenu que entran simplemente en el terreno de la ridiculez.

A mis 14 años intenté aprender en la obra de Cela cómo debía escribir. En mi cincuentena aprendo cómo no debo comportarme. Y aprendo, sobre todo, a elegir con extrema prudencia en su «riquísimo» acervo lingüístico; acervo que, por cierto, se ha convertido en el único soporte de una obra hueca, repetitiva e innecesaria, bagatelas, saldos de diccionario y santoral.

Que ésta sea la elección del otrora interesante escritor es algo que concierne sólo a él y, en todo caso, a su economía. Otra cosa es cuando su lenguaje se convierte en vulgar transmisor de mensajes que desafían las más elementales reglas de la convivencia, por no hablar del buen gusto y la urbanidad. Cuando declaraba ante una perpleja congregación de periodistas que el Premio Cervantes «está lleno de mierda», hacía algo más que ofender a una serie de escritores que, como mínimo, le igualan en importancia y a veces la superan: estaba preparando el camino para hacernos saber, algún día, que «nunca le han dado por el culo».

Ignoro a quién puede interesar el culo de este anciano, pero sí conviene destacar la utilización de un lenguaje que ya no usan siquiera los cabos chusqueros. Es, como mucho, el lenguaje que escupía aquel abominable monstruo televisivo que se llamó La Veneno. Pero también es, tristemente, un lenguaje que revive el añejo espíritu de Raza, A mí la Legión y títulos parecidos. Es así como, en 1998, don Camilo se convierte en una réplica de los inefables machos Cifesa de 1942, inspirados en aquellos oficiales nazis que sabían cómo tratar a los gays de la época en campos de exterminio perfectamente acondicionados.

Y volvemos, con esto, a Federico. Dejando aparte el despropósito que supone ignorar a estas alturas los aspectos homosexuales de su obra, los exabruptos contra la participación de los colectivos gays en el centenario representan un grave atentado contra las libertades constitucionales, marginando a un colectivo, cualquiera que sea, de una manifestación pública. Otra cosa son los gustos personales de don Camilo. Es probable que hubiese preferido ver la memoria de Federico honrada por los miembros de la Hermandad de la Sidra, la Cofradía del Chorizo, la Sociedad de Amantes de la Mojama y otros representantes de la cultura que ha venido patrocinando en los últimos tiempos; y que son, seguramente, los que adornarán su sepelio, cumpliendo la expresa recomendación de que no haya ni un solo gay. Lo triste es que, de seguir así las cosas, no habrá ni lectores.

Pese a todo, seguimos interesados en un hecho fundamental: ¡A don Camilo nunca le han dado por el culo! Es una excelente noticia que confirma el buen gusto de los gays españoles, incluidos los más gerontófilos. Ignoro cuál será el aspecto de esa parte de la anatomía del marqués-académico, pero no debe de ser muy apetecible a juzgar por el resto. Podemos hablar con conocimiento de causa, pues, al serle concedido el Nobel, el señor Cela se nos mostró en una revista poniéndose los pantalones y exhibiendo partes del cuerpo que un caballero jamás debería mostrar.

Dejando aparte la horterez y el mal gusto de semejante opción, era evidente que su ano puede descansar tranquilo. Y, por supuesto, libre, desocupado. ¿Lo estuvo siempre? Cierto que escapó a esa agresión que todo macho de ley debe temer como a la peste, pero parece ser que don Camilo le dio cierta utilidad en el pasado. Es leyenda y es de fama que una de las gracias preferidas del Nobel consistía en tragarse líquido por el recto y expelerlo después. No sé qué diría un buen psiquiatra de semejante pasatiempo, pero ahí quedó, para el anecdotario de las Españas. Se comentó, creo recordar, en una entrevista que Mercedes Milá hizo a Cela en la televisión. Ella se ofreció a sacarle una palangana con vistas a una demostración pública. Desgraciadamente para los récords de kistch universal, don Camilo no tenía sed ese día.

Quede impoluta la reputación de Siete Machos, figura que, por cierto, popularizó Cantinflas; preocupa más la ignorancia de un académico en materias sexuales. Su alusión a los gays como simples tomantes es digna de un vulgar coñón de pueblo, macho de boina, por así decirlo. Debe saber don Camilo que, desde los prósperos tiempos de Sodoma y Gomorra, han existido millones de gays que jamás han «tomado», antes bien han adoptado una actitud activa que acaso les iguale en potencia al Siete Machos, si éste es el problema.

Utilizando siempre el lenguaje y la conceptualidad celiana, recordaremos las potentes maniobras del superdotado Jeff Stryker, una de cuyas producciones videográficas me permito ofrecer al Nobel para su información en sucesivas declaraciones sobre el dar y el tomar.

Reafirmada la reputación de don Camilo, regresamos al meollo del asunto, que tiene ¡cómo no! una base ideológica. Nadie ignora que el Nobel fue antes censor. Creo que corrían los tiempos más negros de la Dictadura. Años después, nos contó que, si bien censuró, fue censurado a su vez. Debe de ser justicia poética. O concede la razón a un agradable western de los años cincuenta: «Los lobos acaban devorándose entre ellos» (Lanza rota, de la Fox).

La censura, que muchos escritores sufrimos con tanta o mayor intensidad que el señor Cela, es una forma de dar por el culo bastante más abominable que la que pueda practicar cualquier homosexual en los sagrados derechos de su privacidad. Me estoy moviendo en la metáfora más gratuita, por supuesto, pero éste y no otro parece ser el estilo de Cela, además de los sabios decires del refranero. No es, sin embargo, su dueño exclusivo, y así los demás podemos recordar que el que censura una vez censura ciento, que el hábito acaba haciendo al monje y que, en última instancia, es preferible tomar en democracia que dar desde el fascismo.

Claro que no todo el mundo parece alinearse en la misma trinchera. Una dama del PP ha declarado con extrema suavidad: «Cela tiene una forma de decir que todos conocemos. Son sus opiniones y nada tengo que decir». Pues malo, bonita, malo. Entre esas opiniones se encuentran algunas muy ofensivas para la mujer. «¿No son las mujeres feministas?», declaró el Nobel, «pues yo soy machista». Si yo fuese usted, señora, empezaría a alarmarme. Aparte de ridiculizar de manera muy barata las encomiables luchas de la mujer moderna, esa forma de decir de Cela amenaza con volverse contra las socias de su digno partido. Igual les recuerda que su sitio está en la cocina, y no en la política. Y es que cuando el Siete Machos entra en acción, las mujeres y los gays -y los negros, los judíos, los magrebíes, etcétera- deben buscar refugio en el mismo combate.

Pero nos estamos poniendo trascendentes y el señor Cela no lo merece. Yo me he limitado a retirar sus libros de mi biblioteca y a sustituirlos por los de Pier Paolo Pasolini. Cierto que era un homosexual declarado, pero en su actitud cívica, en sus responsabilidades ante la historia, en su entrega a la humanidad, demostró tener un par de cojones. Es de desear que el señor Cela sepa demostrar los mismos cuando despierte de su famosa «siesta de orinal». Siesta muy larga, por cierto. Acaso no para un marqués, quizás no para un Nobel, ni siquiera para un académico, pero sí para un ciudadano del hermoso descubrimiento que hemos dado en llamar Democracia.

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