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La llegada de las plagas

ESPIDO FREIRE Ahora que el fin del mundo está próximo recuerdo, como si se tratara de otra persona, que de niña creía que el Nervión fluía al revés, que llegaba del mar hasta tierra adentro siguiendo un camino invertido: la única explicación que imaginaba para encontrarlo sucio y legamoso era que atravesase Bilbao y a su paso se llenara de polvo negro. Sin duda entonces situaba el mar en el sur. Eso importa poco ahora; las plagas han caído sobre nosotros, alertándonos del término de nuestro tiempo sobre la tierra, y el miedo se extiende por doquier desde el momento en nos azotó la primera de ellas y las aguas se transformaron en leche. Al principio no se le dio importancia; imposible olvidar los peces muertos que flotaron durante tantos años en el Nervión. Y al fin y al cabo, ¿qué era aquello sino más peces muertos? Y tampoco era esta la primera vez que el río se teñía de colores, amarillo como el azufre, rojo y terroso. Si de lo que se trataba era de acabar con la tierra, otras noticias más alarmantes traían los periódicos: asteroides con malas intenciones, estrellas de diamante. No era ninguna novedad: fin de siglo, fin del mundo. Sin embargo, según pasaban las horas las señales se hacían más evidentes. Fantasmagórico, el río blanco flotaba lentamente, inmovilizado en su curso, como una señal en mitad del mapa. Las aguas se acercaban a Bilbao y la gente se inclinaba sobre los puentes para preguntarse dónde se había ido su imagen. Como vampiros en los espejos, no podían reflejarse en el agua. Luego continuaron charlando, inquietos, sin perder de vista el espectro de depravación que mostraba el cauce. Y mientras el río silencioso se adentraba en la ciudad, los milagros continuaban: los enfermos sanaban, y salían de cárceles y hospitales, los muertos de años antes regresaban a los tribunales y hablaban por boca de otros, las paredes escuchaban. Los jubilados, que añoraban la juventud y el tiempo pasado contemplaban bajo el cielo plomizo de primavera cómo el agua llenaba sin prisa los atajos bajo los puentes, y luego regresaban a sus casas, dispuestos a prepararse para el último día. Con la llegada de la tarde el pánico había cundido Pasó la noche, y entonces anunciaron que no había motivo de alarma: sólo era papel, pasta de papel que había escapado de una herida en un contenedor y escapaba hacia el mar, sin quererse manchar de tinta ni palabras. Páginas en blanco, incógnitas de futuro que huían corriente abajo, trayendo con ellas el miedo al mañana. No había problema, no resultaba venenoso. Nadie moriría por beber agua con papel. El depósito terminó de desangrarse, y, poco a poco, la primera plaga se diluyó en las ondas. Mientras tanto, río abajo, las termitas invadían la calle Irala y devoraban las vigas y los cimientos de las casas con jardines abandonados. Por miles cayeron sobre los viejos barrios, y asolaron la ciudad. Entonces los habitantes descubrieron que vivían sobre caracolas huecas, que los pilares estaban carcomidos y que nada era seguro, y regresó el miedo que se había marchado con la blancura viscosa del río. Y esa fue la segunda plaga. Entonces llegó de nuevo la noche, y la marea hizo crecer la ría. De modo que por varias horas el agua fluyó río arriba, como yo intuía que hacía en mis primeros años, cuando observaba desde el tren las curvas de agua que jugaban al escondite camino hacia el mar. Con la noche se nos avisó de la llegada de la tercera plaga: no nacerán más niños, no habrá sitio para ellos entre los ríos plagados de ácidos y vertidos, en las casas infestadas de larvas e insectos, entre quienes permiten que se destruya la tierra y toleran tanta corrupción entre sus gentes como la que se da en su paisaje. No existirá una esperanza para el futuro, una vez destrozado con tanto afán el presente. Y en la franja que rodea el río se extenderá, árido y desierto, un yermo deshabitado, el recuerdo de la vida, la honestidad y la alegría.

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