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El negro y el rojo

Timothy Garton Ash

Los libros más importantes no son siempre los mejores, y los mejores no siempre consiguen el mayor impacto. El Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, que provocó una fuerte controversia cuando se publicó en Francia el pasado otoño, es un libro muy importante, y también bastante bueno. Su importancia es de orden intelectual, moral y político. Al catalogar los crímenes, terror y represión de todos los regímenes comunistas del mundo, nos recuerda la gigantesca «asimetría de indulgencia» -utilizando una frase acuñada por Ferdinand Mount- con la que la memoria histórica y la conciencia política del mundo occidental ha tratado durante largo tiempo al comunismo a diferencia del nazismo.Durante más de cincuenta años, el nazismo, y más concretamente el holocausto, han sido el paradigma central del mal en nuestro tiempo. El historiador alemán Joachim Fest sugiere que el mundo contemporáneo, secularizado, incapaz ya de creer en el demonio o en la Biblia, ha encontrado su propio demonio en Adolfo Hitler. Stalin, por no hablar de Mao, no ha llegado nunca a alcanzar un status diábolico ni remotamente comparable. Efectivamente, como señala Stéphane Courtois en el Libro negro, Stalin y Mao han sido utilizados por la lotería estatal francesa como parte de una campaña publicitaria. Imaginen ustedes lo que habría sucedido si hubieran utilizado a Hitler. Recientemente cené en un restaurante de Copenhague que se llama KGB; cuando le pregunté a la hermosa camarera, vestida con un uniforme verde oscuro, cuál era su graduación, me contestó: «Pero si soy Stalin». Imagínense un restaurante llamado Gestapo. Creo que el fenómeno de la Stasi es una excepción: se la conoce universalmente y es ya un sinónimo del mal. Pero creo que es porque encaja dentro del estereotipo previamente existente de la maldad alemana. Incluso «Stasi» suena como «nazi».

Hay otra gradación más en la «asimetría de la indulgencia». Desde la publicación del libro de Solzhenitsin El Archipiélago Gulag, la amplitud y los horrores del gulag han llegado, al menos en principio, al conocimiento de un público más amplio en Occidente. Una cosa que nos muestra el Libro negro -a pesar de que cuestiona el valor de la macabra aritmética comparativa - es que el mayor número con creces de víctimas se ha producido de hecho en China. La primera edición francesa exhibía una sobria faja blanca, del tipo de las rojas que normalmente se utilizan para anunciar el «ganador del Premio Médicis» o algo similar, con el impactante mensaje de «85 millones de víctimas». En realidad, los cálculos aproximados que se dan en la introducción del libro están más cerca de los 95 millones, de los que unos 65 millones se produjeron en China. Según el disidente chino y antiguo preso Harry Wu, la cifra total de presos en el laogai, el gulag chino, fue del orden de los 50 millones. Tal vez el detalle concreto más impresionante, en un libro lleno de detalles impresionantes, es un informe de cómo durante la terrible hambruna provocada por Mao en 1959-61 las familias campesinas chinas intercambiaban a sus hijos para comérselos. Es el residuo del tabú moral lo que hace este hecho tan obsesionante: «No matarás» ha degenerado en «no te comerás a tus hijos». Y, sin embargo, ¿cuánta gente en el mundo occidental sabe algo de aquella gran hambruna, o ha oído hablar alguna vez del laogai? ¿No es cierto que incluso ahora se ve generalmente a Mao como una figura benigna o por lo menos ligeramente cómica? No todos los ensayos contenidos en el libro son de la misma calidad. El primer artículo largo de Nicolas Werth sobre la Unión Soviética es magnífico; otros son más flojos. La mayor parte de los hechos que se reseñan ya han sido publicados en otros lugares. Pero ése es precisamente el quid de la cuestión: eran conocidos y, sin embargo, desconocidos.

¿Por qué esa asimetría de la indulgencia? Pueden encontrarse una serie de razones. El holocausto fue un intento sin parangón de exterminar a uno de los pueblos más cultos, talentosos y articulados de la tierra: el pueblo del Libro, de la memoria histórica. Ellos respondieron con determinación que esa memoria no debía morir nunca. El filósofo francés Alain Besançon habla de la «hipermnesia» del nazismo en oposición a la amnesia del comunismo. Los horrores del nazismo fueron descubiertos por los vencedores de la guerra, por los aliados occidentales en Bergen-Belsen y por los soviéticos en el Este. Por el contrario, la Unión Soviética pudo mantener con respecto a sus propios campos una sostenida negativa orwelliana. Como escribió Brecht: «Y uno ve a los que están a la luz, / a los que están en la oscuridad no se les ve». La longevidad misma de los regímenes, comparada con los 13 años de nazismo, lo hizo posible. Incluso los supervivientes murieron antes de poder contar su historia.

En Occidente pervivía un fuerte residuo de gratitud por el papel de la Unión Soviética en la derrota del nazismo. Y, por supuesto, estaba la presencia de poderosos partidos comunistas en Francia e Italia. Incluso la izquierda no comunista en Francia, Italia y otras partes de Europa occidental luchó desconfiada frente a la ecuación de nazismo y comunismo como dos simples variantes del totalitarismo, una ecuación claramente identificada con la derecha anticomunista en los primeros años de la guerra fría. Para la quinta del 68 esta indulgencia asimétrica no era tanto un producto del procomunismo como de lo que yo llamo anti-anticomunismo. A eso se añadía además el hecho de que la utopía original del comunismo era universal, humana y noble, en una forma en que claramente no lo era la utopía de la Volksgemeinschaft nazi.

Por todas estas razones hay un gran déficit de memoria e historia que debe ser compensado, y el Libro negro es un primer y muy importante paso en esta dirección. Cuantitativamente, el comunismo en todo el mundo ha sido responsable de más muertes, torturas y encarcelamientos que cualquier otro sistema político del siglo XX. Sobre este hecho llano no deberían seguir existiendo dudas. ¿Pero qué sucede con la comparación cualitativa? Esta cuestión surgió ya como primordial en el llamado «debate entre historiadores» en la Alemania de los años ochenta. ¿Fue el holocausto algo único? Algunos escritores, profundamente conmovidos por el sufrimiento de otros pueblos en este breve y miserable siglo XX, escriben sobre el «holocausto ucranio» o el «holocausto armenio». En el Libro negro, Stéphane Courtois coloca el «genocidio de raza» de Hitler al lado del «genocidio de clase» de Stalin.

Mi respuesta es clara: el holocausto fue único. En ningún otro lugar se llevó a cabo ese intento sistemático de exterminar a todo un pueblo utilizando la más avanzada tecnología para el asesinato en masa. Por muy absolutamente terrible que fuera el destino de los ucranios bajo Stalin, él no trató de exterminar sistemáticamente a todos los ucranios. En cualquier caso, hay algo de falta de gusto en tratar de apropiarse de un término acuñado para el sufrimiento de un pueblo determinado para, por decirlo de algún modo, adueñarse del reflejo de una gloria, si es que puede utilizarse la palabra gloria en este contexto. No hace falta hacer esto para mostrar que los horrores sufridos bajo el poder comunista fueron comparables tanto cualitativa como cuantitativamente a los sufridos bajo el nazismo.

Otra cuestión que ya surgió en el «debate entre historiadores» alemán es la de la relación causal entre los dos. ¿Fue el bolchevismo, como argumenta Ernst Nolte, «más original» (ursprünglicher) que el nazismo, y podría siquiera definirse el nazismo como una reacción al comunismo? Probablemente es cierto que Hitler y Stalin copiaran cada uno del libro del otro. Hitler decía que un movimiento tan cruel y terrorista como el comunismo sólo podía ser combatido con sus propios métodos. Alain Besançon sugiere que Stalin aprendió de la «noche de los cuchillos largos» de Hitler a realizar sus propias grandes purgas, mientras multiplicaba generosamente por miles el número de víctimas. Pero ir más allá, como trata de hacer Nolte, y «echar la culpa de todo al comunismo» es históricamente indefendible. La criminal ideología antisemita de Hitler estaba ya completamente formada a principios de los años veinte y, como la historiadora austriaca Brigitte Harmann ha demostrado recientemente, la mayor parte de sus raíces puede rastrearse hasta la Viena anterior a 1914.

Además, existía una diferencia real entre el ideal comunista, humanista y utópico, y el ideal nazi, racista y hegemónico. Puede que esto no afecte al juicio moral final. En este caso podría decirse con rigor que lo único que cuenta son los resultados. El camino del infierno está empedrado con buenas intenciones. Y el terror fue un componente del régimen comunista desde los primeros años. No fue simplemente una distorsión estalinista posterior. A pesar de todo, cualquiera que haya tenido algo que ver con la vida intelectual y política de Europa a lo largo de la última mitad de siglo sabe que hay una diferencia cualitativa entre ex-comunista y ex-nazi. Algunas de las más grandes autoridades intelectuales y morales de nuestra época fueron comunistas en sus años tempranos: Arthur Koestler, Leszek Kolakowski, François Furet -a cuya memoria está dedicado el Libro negro - y la lista podría continuar. Dónde encaja exactamente la diferencia en la comparación histórica es una pregunta difícil, pero desde luego encaja en algún lado. La paradoja del comunismo consiste precisamente en que el gran crimen comenzó con el gran ideal. Se propusieron crear el cielo en la tierra pero construyeron el infierno.

Finalmente, está la importancia de todo esto para la política actual. Europa tiene sólo uno o dos partidos posfacistas importantes pero muchos poscomunistas. (Italia es uno de los raros países que tienen ejemplos importantes de ambos). Estos partidos se llaman ahora «socialistas», «socialdemócratas» o, en Italia y Alemania del Este, PDS. ¿Cómo deben relacionarse con este pasado? ¿Qué puede significar para ellos una más amplia conciencia pública de los errores pasados del comunismo? Los jóvenes líderes y miembros de estos partidos, con programas genuinamente democráticos, insisten en que no se les puede hacer personalmente responsables de lo que sucedió en el pasado de sus partidos predecesores. Eso es claramente correcto. Al mismo tiempo, también está muy claro que se benefician del mantenimiento de la lealtad a una tradición por parte de mucha gente que fue miembro o simpatizante de aquellos partidos antecesores. No puede probarse «qué habría sucedido si...», pero parece razonable deducir que si no hubiera existido esta asimetría de la indulgencia, si hubiera habido un ajuste de cuentas más completo y más abierto con el pasado, es posible que hubieran obtenido algunos votos menos. Políticamente, uno puede comprender el deseo de trazar una gruesa línea divisoria con el pasado y responder sólo de la política actual. Intelectual y moralmente, lo ideal sería un reconocimiento de todo lo que sucedió antes, con toda su complejidad histórica, para llegar a la conclusión de que «hemos aprendido esto y esto de aquello y aquello». Estas dos posiciones son por lo menos coherentes. La posición que a mí me parece incoherente e intelectualmente indefendible es decir: vamos a reclamar las partes buenas del pasado y rechazar el resto, como el niño que sólo come las pasas del bollo. No: o se toma todo o se deja todo.

Timothy Garton Ash es profesor asociado del Saint Antony's College, Oxford, y su último libro publicado es The file: a personal history.

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