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La Fundación Cartier presenta en París una colección de máquinas imaginarias

Poesía y humor. Esos dos elementos, a menudo irreconciliables, son imprescindibles para la mera existencia del llamado «arte contemporáneo» o, cuando menos, para protegerlo del kitsch. Panamarenko, nacido en Amberes en el año 1940, lo sabe y su exposición en la Fundación Cartier de París, que estará abierta hasta el 31 de mayo, está dedicada a «los platillos volantes». En la planta baja del edificio de acero y cristal, ideado por el arquitecto Jean Nouvel, se acumulan las máquinas construidas por Panamarenko, desde bicicletas para convertir el mar en una carretera, hasta un gigantesco columpio en forma de globo zepelín, pasando por un coche para rodar por el aire, un helicóptero portátil e individual o Ferro Lusto X, que es un auténtico platillo volante de siete metros de diámetro, especialmente concebido para ser expuesto en esta ocasión.

El nombre mismo de Panamarenko -se trata de un alias ideado en 1966 a partir de una abreviación libre de Pan American Airlines Company- da el tono dominante de la muestra: se trata de reivindicar la figura del ingeniero-artista, un Leonardo de Vinci de ahora mismo, un personaje que niega esa fractura propia del siglo XVIII y del romanticismo por la que los artistas y los científicos dejan de observar el mismo mundo, de compartir sus aventuras.

Ferro Lusto X está aparcado junto el gigantesco Aeromodeller, un globo azepelinado y transparente que no logra subir más alto porque el techo de la planta baja en que está aparcado se lo impide. Sin duda Ferro Lusto X ha tenido una avería y sus ocupantes han desaparecido dejando tras ellos esa magnífica prueba de la existencia de otros mundos. Las máquinas de Panamarenko están ahí precisamente para eso, para sugerir destinos o procedencias otros, son «objetos poéticos» porque, al mismo tiempo que son reales e incluso son lógicos, nos remiten a lugares distintos, que quizá sólo existan en nuestra mente.

Los submarinos, como el muy hermoso Panamà , de la desaparecida flota de una URSS imaginaria, completan esta singular exposición, que es una síntesis mágica entre la utopía y la realidad, entre la industria y la artesanía, entre la máquina y el hombre, entre el humor y la poesía, como si Panamarenko quisiera que, al fin, todos pudiéramos viajar a la luna con el cohete de Meliés, el primer creador de ficciones cinematográficas, sin necesidad de que el satélite guiñe el ojo en el momento del alunizaje o que también todos supiéramos lo que se siente al toparse con un pulpo gigante desde detrás de los ventanales del Nautilus, prescindiendo, eso sí, del acompañamiento engolado de la música de órgano del capitán Nemo.

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