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Esculturas y homenajes

En la pared baja de la casa de la calle del Aire, de Sevilla, donde vivió muchos años Luis Cernuda (Perfil del aire se llama su primer libro), unos delicados azulejos recuerdan la estancia del poeta entre sus muros. Los azulejos tienen inscritos unos versos del gran lírico. Es un recuerdo sobrio, elegante, medido, que cumple con precisión suma su función conmemorativa. No sé si cabe decir lo mismo de la escultura en bronce de Federico García Lorca que el Ayuntamiento de Madrid ha instalado en la plaza de Santa Ana. La escultura andaba desde hacía años por el teatro y ha sido siempre cursilona y anacrónica. Creo que la encargó la Administración anterior: el mal gusto está bien repartido. A su anacronismo naturalista hay que agregar la paloma que anida en las manos del poeta, que algunos deben creer la expresión misma de la poesía, como si ésta sólo fuera una cosita mona y de gente ensimismada y un poco bobita. Para colmo de males, la han colocado sobre el césped del jardincillo de la plaza, encima de un pequeño pedestal, con lo cual la escultura se difumina inevitablemente, además de estar expuesta -lo estaba el día que yo la via los manoseos y habitual falta de respeto de los felices y libres gamberros que ornan nuestras ciudades.

No cabe duda de que el Ayuntamiento de Madrid tiene una definida política estatuaria: el monumento a la Violetera en la intersección de Alcalá y Gran Vía es un prodigio kitsch, aunque cuenta con sus seguidores, detalle que no conviene olvidar: he visto recientemente a una pareja de novios haciéndose fotos delante de tan entrañable símbolo de la ciudad. Mañana hoy ya, quizá- las habrán comentado con sus parientes, aunque alguno de ellos habrá echado de menos el vídeo, que es más completo, más vivo. El pequeño Velázquez (qué paradoja llamar pequeño a Velázquez) de la calle de Juan Bravo es otro sobresalto artístico, con su inevitable aire liliputiense o de niño que se dispone a hacer los deberes. Y está encargada ya para la calle de Goya (la redundancia es interesada) una escultura del homónimo pintor que hará sin duda nuestras delicias, todas nuestras delicias.

Yo, por mi parte, espero, anhelante, para muy pronto un monumento a la cupletista, dadas las aficiones de algunos de nuestros munícipes.

Hasta aquí todo tradicional, muy tradicional. Pero el Ayuntamiento es también vanguardista: ahí están, gordas, como siempre, por aquello de ser variadas -diversas, como dicen los entusiastas de la jerga-, las esculturas de Botero, ese colombiano universal, que diría algún gacetillero, que se dio hace años una vuelta por aquí e hizo su negociete tras la sublime exposición del paseo de Recoletos, donde pudieron verse todos juntos en compañía los rollizos bronces y hasta el tráfico iba más lento a su paso, todo un éxito de público, desde luego. Eso si, creo que el artista regaló uno de ellos "al pueblo de Madrid" para que el negocio fuera más elegante.

Tal como están las cosas, lo único que cabe pedir es que no nos quiten el diablo del Retiro. El Prado ha amagado con no sé qué títulos de propiedad. Pues que renuncie a ellos, porque ese diablo -ese Lucifer-, sin ser gran cosa, es por el momento una de nuestras escasas defensas estatuarias. Quien lo puso ahí acreditó cierta imaginación. Con eso vale; la historia teológica importa poco en este asunto.

En realidad no importa nada. Basta con que siquiera tengamos alguna nota baudelairiana y oscura en el spleen madrileño.

Baudelaire siempre antes que Fernández-Ardavín y otros vates madrileñistas. Baudelaire, siempre Baudelaire. Y con él, de Madrid al infierno: vaya gozada. Nunca, nunca de Madrid al cielo, porque en el cielo están la Violetera y sus seguidores y han ocupado todas las plazas.

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