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Tribuna
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La maza, Manolo

Vicente Molina Foix

El día de la semana pasada en que Federico Trillo solicitó la ayuda de la Real Academia para mejorar el lenguaje de los políticos hubo un sarao muy animado en las Cortes. Hablaba una señora diputada y sus colegas no le hacían caso, saliendo en tropel del hemiciclo entre las protestas "de oficio" del presidente Trillo, a quien el suceso le hacía gracia. Coincidiendo con el abandono de Carmen Romero, el barullo se hizo algarabia, y al presidente, que seguía sin poder contener la risa, se le oyó decir: "La maza, Manolo". Manolo es uno de los mejores sainetes de don Ramón de la Cruz, pero el Manolo de Trillo, pude yo colegir por la televisión, que es mi fuente de información en este caso, era el ujier que estaba a sus espaldas. La maza en sí no acabó de verse en la pantalla, aunque sabemos por la prensa que la sangre no llegó al río, ni a la cabeza de ninguna señoría la maza de Manolo.

La iniciativa de Trillo -que no es, él mismo, ningún Demóstenes de la Vega Baja- es loable, si bien queda a mi juicio endeble. Hay tantas lenguas técnicas por mejorar. La económica, por ejemplo. ¿Soy el único en naufragar en la sopa de letras que inunda no ya las páginas económicas de los periódicos, sino hasta los volantes de tu sucursal bancaria? Y no hablemos de la jerga cibernética, que ni leyendo las 32 páginas del suplemento Ciberpaís llego a descifrar, y eso que soy feliz poseedor de un monísimo ordenador laptop (aunque no me lo suelo colocar en el regazo) y estoy seriamente considerando entrar en la red y ponerle a mi obra literaria una página web, como quien le ponía antes un piso a su amante. Menos perdón de Dios tiene la corrupción lingüística de nuestros críticos literarios, dotados en su mayoría de una pobreza expresiva equivalente a la de sus ideas (no se pierdan, en el último número, el 13, de la revista Clarín, la brillante y demoledora pieza de Benítez Reyes desmontando a uno de sus más conspicuos practicantes).

¿Se cura aún a finales del siglo XX la ignorancia leyendo? Según qué. Todos los martes, después de una pequeña comprobación de índole personal en la sección de Cultura de este periódico, yo acudo a Economía sabiendo que me voy a encontrar, entre paquetes de acciones e índices Dow Jones (no confundir, por favor, con el índice de la mano de Paula Jones, aplicado al paquete de Clinton), la columna tan bien escrita, tan nítida, tan aguda, con la que Soledad Gallego-Díaz logra atraparme e instruirme sobre temas que virtualmente me interesan, pero suelen aburrirme mortalmente. ¿La vieja y bella teoría de "la pièce bien faite "? No sólo. Hacer bien las cosas, escribir bien cuando de usar palabras se trata, es esencial, pero hay esencias más primordiales que otras. Yo tengo fidelidad lectora a EL PAÍS no sólo porque publique artículos tan buenos como los de Gallego-Díaz o términos tan clarividentes como el de "socialismo policial", que Javier Pradera aplicaba a las cúpulas que todos tenemos en la cabeza, en su columna del 11 de marzo. También porque en sus páginas no voy a encontrar las firmas de Campmany, de Ussía, de Carrascal, de Gabriel Albiac, ni de esas homófobas ultramontanas que son Pilar Urbano o Carmen Rigalt.

Ahora bien, tampoco me es grato darle a mi quiosquero 125 pesetas para sufragar en parte los honorarios que le abonarán al profesor Daniel Innerarity -el nombre, lo reconozco, no está nada mal- por un artículo en las nobles páginas de Opinión de EL PAÍS del día 12. Este respetable profesor firmaba como miembro de la Asamblea Nacional- del PNV, un partido que sigue haciendo gala en sus pronunciamientos (últimos casos: las "ratas" del diputado Caballero, el escarnio a los integrantes del Foro Ermua) de una tajante y virulenta voluntad inquisitorial, para mi gusto tan criminosa en el contexto vasco como la de los que empuñan armas de tiro. Los medios de comunicación tienen el deber de informarnos de todo lo que ocurre, pero yo creía que habíamos quedado en que el espíritu suscitado por el asesinato de Miguel Ángel Blanco llevaba a negar legitimidad y por tanto a no conceder igualdad democrática a quienes maltratan el lenguaje moral de la política con la maza de hierro de la autoridad.

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