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Un justiciero

Es imprescindible escribir, ahora y siempre, sobre el Holocausto, un crimen único en la historia que ha cambiado -y debe cambiar aún más- la percepción de la humanidad sobre su capacidad de crueldad y, más grave si cabe, sobre la banalidad del mal. Todo lo publicado al respecto es bienvenido. Milita contra el olvido y en favor de la memoria, un bien máximo del alma y la mente.Pero no todo lo publicado actúa contra la trivialización, independientemente de las intenciones de su autor. En los últimos años, sobre todo en EE UU, se ha generado una industria editorial sobre el Holocausto que satisface más a la ambición de los autores que al análisis sincero que corresponde a quienes no fueron víctimas. Suelen ser historiadores jóvenes, dispuestos a asumir teorías que garanticen un eco para mayor gloria universitaria y editorial. Son justicieros que sentencian sobre épocas de las que algo saben pero poco entienden.

Me temo que Goldhagen pertenece a este grupo. Su libro ahora traducido al español, Los verdugos voluntarios de Hitler, y publicado por Taurus, sostiene que los alemanes en su conjunto fueron verdugos entusiastas de los judíos. Más aún, que esperaban cualquier excusa, véase un régimen como el nazi, para acabar con todo judío a su alcance.

Me temo también que la vida en Harvard es demasiado fácil como para hacer entender en los pocos años que tiene Goldhagen toda la complejidad de la sociedad alemana de los años treinta. Y que pretender que los alemanes, o los austriacos incluso -mucho más antisemitas ellos-, tenían mas odio a los judíos que los polacos, los eslovacos, los croatas, los lituanos o los rusos, es un disparate o una clave comercial para el escándalo y el éxito del libro.

Muchos cristianos, sindicalistas e izquierdistas alemanes fueron a la muerte bajo el nazismo. Por resistir. Y gitanos y homosexuales. Y muchos colaboracionistas de todas las naciones ocupadas destacaron en los campos como verdugos fervorosos. Historiadores como Ruth Bettina Birn, Norman Finelstein o Cristropher Browing han acusado a Goldhaen de simplificar y comerciaizar esta trágica historia. Las respuestas descalificadoras de Goldhagen no hacen sino avalar tales críticas. Una maoría de los alemanes toleraron -por convicción, por indiferencia, por miedo- los crímenes de los nazis. No es poca culpa. Decir que les movía el entusiasmo en la liquidación de la raza judía que, aún después de la Conferencia del Wannsee en 1942, Hiter insistió en mantener oculta, es hacer populismo comer¡al con la muerte ajena.

Goldhagen ha vendido muchos libros. Lo merece por su labor recopiladora. Pero su análisis es simple. La simplificación trivializa. Y trivializar el Holocausto es una frivolidad. Aunque le haga a uno famoso y bestseller.

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