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45 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

¿Que nos pasa, doctor?

Entre el 'glamour' y el rigor, el festival se convierte, una vez más, en la meca del cinéfilo

Los tiempos actuales, esta new age de pragmáticos ágrafos pero audaces, han salpicado los pasillos del hotel María Cristina y los palcos del teatro Victoria Eugenia con un frenesí de enérgicos calvos prematuros que, embutidos en blazers oscuros, circundan protectoramente a la ministra de Cultura. Aguirre o la cólera de Dios, que en un acto de coraje que la honra, asistió a la proyección de Martín (hache), no pudo evitar comentar, a la salida, que le había gustado mucho pero que era, dijo, "muy fuerte". Sus palabras se perdieron en el artesonado, porque el séquito es muy eficaz en su misión de armar barullo en cuanto ella abre la boca: por si las moscas. Se ponen como locos a hablar entre sí para acallar las posibles patas de banco de quien cree que el amor es peligroso y no sabe que sólo perjudica seriamente la salud.Doña Esperanza vino en pistacho y negro a torear el conmovedor filme de Adolfo Aristarain, cuajado en cuatro grandes interpretaciones a cargo de Federico Luppi -por una vez encarnando a un miserable-, un Eusebio Poncela sencillamente insuperable y felizmente recuperado para nuestro cine, puro dolor, humor y sabiduría de la experiencia; la fastuosa, hermosa, carnal y tensa Cecilia Roth, y Juan Diego Botto, sensible como una cuerda de violín; perdónenme la cursilería, pero aún estoy bajo el impacto de la primera película en donde la droga juega el papel que juega en las vidas, compañera de quienes la eligen, no forzosamente determinante, lejos de los estereotipos, con personas de verdad y sus rostros en pantalla: el mejor paisaje para el cine, según san John Ford dijo, en una memorable ocasión en que le falló el desierto.

En esta su 45 edición, el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, que conduce un eficaz equipo coordinado por el director Diego Galán, ofrece alta calidad en sus sesiones no oficiales, como suele suceder, sobre todo desde que Galán se hizo cargo del asunto; pero también, cosa menos frecuente, hay categoría en las películas que van a concurso. Como a lo tonto, contamos con lo último de Alan Rudolph, Mario Camus, Chabrol, la ya mencionada de Aristarain -quien en su momento, obtuvo la Concha de Oro por su inolvidable Un lugar en el mundo-, Román Chalbaud y unas cuantas pequeñas joyas que han entusiasmado a los aficionados como I Went Down, producción irlandesa medio financiada por el dinero vasco que, hace tres años, fue a parar como premio a su director Paddy Breathnach, por Alisa.

En el apartado glamour -que, secretamente, nos enloquece-, Galán también logra lo que puede, teniendo en cuenta que este certamen tiene que superar la desventaja de su ubicación en el tiempo, el último importante del año en Europa. En esta edición, Galán ha tenido el acierto de traer a Jeremy Irons con Lolita, la nueva versión de Adrian Lyne sobre la que, gracias al cielo, no tengo que opinar, pues no soy crítico. Irons, en dos palabras: es-tu pendo. Dijo, en la rueda de prensa, que lo que más le interesa de hacer cine -"que puede ser un trabajo muy aburrido"- es aceptar desafíos. Más que el dinero, que, al fin y al cabo, "te lo puede prestar un banco". El actor defendió honestamente su película, aunque admitió, lacónico, que Inseparables fue, en su momento, un filme mucho más radical y provocador que esta Lolita. De mujer a mujer, e incluso de hombre a hombre, les diré que Irons es: contundente, inteligente, guapo, contenidamente impulsivo e irónico. En cuanto a Lyne, con un físico entre una Mary MacDonnell sonrosada y un John Lighthow sensiblero, parece tan buen tipo que no dan ganas de meterse con él y con esta tontería de volver a hacer Lolita para, según contó, ser más fiel a la novela que Kubrick. La fidelidad es el último refugio de los mediocres. Como no tienen ideas echan horas. Ahora bien, valor no se le puede negar, en esta hora de caza del pederasta que nos invade, y eso a pesar de que su nínfula, Dominique Swain -también en el Festival- es más bien una primaria adolescente de los noventa que podría meter en prisión no sólo a Roman Polanski sino también a su santa madre.

Rotundamente cabreado con el sistema de Hollywood y el despilfarro de millones de dólares en efectos especiales y otras necedades, se mostró el director Peter Bogdanovich, a quien el Festival homenajea con una retrospectiva completa titulada Conocer a Peter Bogdanovich, que ayuda a situarle en su importante papel dentro de la cinematografía sincera de su país, es decir, anterior a la era de secretos y mentiras que abrió Rambo para empezar a negar que los asesinos son ellos mismos.

Por cierto que, a la salida del cóctel ofrecido por los responsables de Martin (hache), Bogdanovich soltó un escupitajo -neutral, tan carente de segundas intenciones como el pendiente que orna la oreja de Harrison Ford: era sólo que le sobraba un lapo- en los jardincillos posteriores del Reina Cristina. Un joven amigo periodista se puso a buscarlo a ciegas, para su colección mitómana, pero al final desistió y decidió emplear sus energías en conquistar a la dulce Sophie Marceau, que llega esta tarde, ayer para ustedes. El lunes arriban también Jonathan Price (Carrington, Evita) y, no quepo en mí, Willem Defoe, a quien tengo pegado en mi nevera e invoco cada vez que me entra el hambre salvaje.

Este Festival sigue siendo, por fortuna, un refugio para locos por el cine, el doctor que atiende nuestro sinvivir. Marisa Paredes, que empieza mañana el rodaje, en Francia y en francés, de Au travail, primera obra del debutante Alain Guesnier, y como protagonista femenina junto a Jean Rochefort, recibió de manos de la señora Aguirre el Premio Nacional de Cinematografía 1996, y tuvo emocionadas palabras para sus compañeros de profesión, su oficio -"al que pienso seguir dándole mi pasión y mi riesgo"-, su madre y hermanos y su hija, María Isasi Isasmendi, que es un bellezón y ya ha empezado como actriz.

En fin. Esto es como Beverly Hills, pero al alcance de todos los españoles. Si, como además, se pudieran transmitir las crónicas a través del módem desde ciertos hoteles, como se hace en Puerto Príncipe (Haití), sería prácticamente el nirvana.

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