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45 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

Adolfo Aristaráin explora en 'Martín (hache)' algunas cuestiones mayores de la vida actual

La poderosa película del argentino pone en evidencia la endeblez de la alemana 'Obsesión'

La proyección ayer de Obsesión, del alemán Peter Sehr, seguida de Martin (hache), dirigida por el argentino Adolfo Aristaráin, sirvió para desvelar que los juegos de imágenes y fabulaciones del primero se vienen abajo cotejadas con la capacidad del segundo para ir al grano, es decir: a los hombres de ahora, a lo que les ocurre y, más complejo aún, a lo que deja de ocurrirles; o, de otra manera, a lo que nace o renace en ellos y a lo que declina o muere con ellos. A un esteta de cinemateca europea se le atravesó el puño, cargado de tragos y de sombras, de un fajador de cine porteño, que le tumbó con un par de gestos. La conmovedora metáfora del bonaerense va a irritar en algunas sacristías de cinéfilos, pero ésa es una parte de su esplendor.

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El muniqués Peter Sehr ha trabajado con el parisiense Claude Lelouch, y se nota que lo ha hecho. Y es evidente que le gustaría haber trabajado con François Truffaut y se nota que no lo ha hecho. Su Obsesión es, aunque intenta disimularlo, una derivación del célebre gol que Lelouch metió al universo entero con aquel monumento de la pastelería francesa titulado Un hombre y una mujer. Pero en tres décadas largas han caído sobre el cine europeo muchos ácidos de punta y Sehr no ignora que aquel globo ya está irremediablemente pinchado, por lo que intenta revestir la oquedad de su Obsesión con un esquema o un cauce argumental más ladino y sólido, emparentado con el que Truffaut empleó en aquel monumento de la inteligencia francesa titulado Jules et Jim. El resultado de este intento alemán de acoplar una miseria con una grandeza francesa es fácilmente deducible.Mentir

Pero Sehr es de los que saben mentir con regla de cálculo y se las apaña bastante bien para hacer parecer a su Obsesión lo que no es, una película, por lo que este bodrio puede hacerse con un hueco en la afición, muy extendida en los festivales de cine, a levantar muertos. A la salida de su proyección, un corrillo de cuatro o cinco resucitadores debatía sutilezas acerca de la pureza de este cadáver cinematográfico y preguntaron su parecer a este cronista, que huía a toda prisa del cine: "Prefiero Martin, (hache) ", fue la respuesta, "porque es cine impuro".

Cine impuro, contaminado por la vida. De ahí proviene la pegada inmediata, la fortísima capacidad de convicción que Martin (hache) introduce en la pantalla. Adolfo Aristaráin ha puesto su capacidad fabuladora en un delicado equilibrio con su memoria y, sin salirse ni un milímetro, de sí mismo, cuenta lo que conoce, habla de lo que sabe, construye o reconstruye lo que recuerda. Es Martin (hache) un trabajo de cineasta esponja, de un imaginador libre, que se alimenta no de las cinematecas, sino de las calles y que agolpa, sin caer en la discontinuidad y la arritmia, experiencias con carencias; que literaturiza, noveliza o teatraliza cuando la persecución de un acorde o de una emoción le llama o le conduce instintivamente a ello; que entra a saco en todas las convenciones genéricas que convoca y hace unas veces comedia, otras drama, otras melodrama y finalmente otras se adentra en los territorios de la tragedia, sin que se perciban desajustes o saltos en tortuoso y apasionante itinerario de esta fragmentación.

Remueve Aristaráin dentro de unos cuantos despojos de la tragedia de su país y encuentra en ellos hilos que conducen a la representación de cuestiones mayores de la vida de la gente en todas partes. Se desentiende de fabricar sensación de belleza con el encuadre -la peste del pictorismo- para permitir que lo que ese encuadre captura -siempre rostros, sólo rostros- provoque una fortísima sensación de verdad. Es Martin (hache) un relato nítido, poderoso, con gran empuje metafórico en el contrapunto de cua tro personajes -cuatro formidables composiciones de Federico Luppi, Eusebio Poncela, Cecilia Roth y Juan Diego Botto, que no es posible rebobinar más que interrelacionados, nunca por separado- que hablan y hablan incesantemente, sin que ninguno deje caer en el oído del espectador la matraca de un parloteo, pues hay algo por debajo de los larguísimos diálogos que los incorpora a los sucesos e incluso en ocasiones que los convierte en sucesos en sí mismos.

La inteligencia

No hay más que un protagonista en Martin (hache), la inteligencia, la llamada a entender qué les ocurre a cuatro personas que proyectan la elocuencia de sus sombras y de sus palabras sobre otras cuatrocientas o cuatro mil que se sienten concernidas por lo que les pasa, porque eso que les pasa está escondido debajo de sus propias alfombras. Si la fusión entre dolor y humor, y la capacidad para situar la mirada de una persona ante una pantalla en un lugar equidistante entre la risa y el llanto es lo que distingue a los grandes cineastas manejadores de emociones, Adolfo Aristaráin es uno de ellos, y Martin (hache), la película suya que mejor canaliza esta nada común -por no decir descomunal- cualidad de su talento. Y si hace unos años, en su anterior gran película, los personajes de Aristaráin buscaban un lugar en el Mundo, ahora, en Martin (hache), ya lo han encontrado.

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