Nubes de marrullería sobre Picos de Europa
El autor denuncia el espectáculo ofrecido por los responsables de medio ambiente, que han permitido cacerías y proyectan funiculares en vez de velar por el patrimonio natural
La salud se aprecia sobre todo cuando se pierde. El interés de la humanidad por preservar su patrimonio histórico y natural se despierta sólo en la hora veinticinco, cuando está a punto de perderse para siempre.Durante milenios los vecinos de los restos arqueológicos que ahora veneramos los han considerado como meras canteras de materiales de construcción. La Alhambra de Granada era una ruina degradada, sus salones convertidos en tabernas y estercoleros, ocupada por ladrones y mendigos. En 1870 fue declarada monumento nacional, sus habitantes fueron desalojados y se inició su proceso de restauración y recuperación. Dos años más tarde, en 1872, el Congreso de Estados Unidos creó por ley el primer parque nacional del mundo, el de Yellowstone para proteger uno de los parajes más hermosos de América. La prohibición total de la caza no fue bien recibida por tramperos y cazadores. En 1886 el Ejército tuvo que asumir el control del parque para proteger a la fauna. Un destacamento de caballería defendió sus límites hasta 1916, cuando se creó el Servicio Nacional de Parques Nacionales, ya provisto de sus propios guardas, los famosos rangers. Ahora todos nos alegramos de que la Alhambra y Yelloswstone se hayan salvado, pero todos los esfuerzos de conservación del patrimonio de la humanidad son al principio polémicos, pues requieren el desalojo de ciertas personas y la interrupción de las actividades de rapiña tradicionales.
En nuestros días el conflicto entre desarrollo y conservación del patrimonio se resuelve mediante un compromiso. La mayor parte del territorio la libramos a la especulación, la cementización, el turismo de masas, la caza y la tala. Pero, abrumados por la destrucción irreparable que ello conlleva, establecemos algunas excepciones: los monumentos y parques nacionales.
La primera zona de España cuya naturaleza se pensó en conservar, por su agreste belleza, fue los Picos de Europa, donde ya en 1918 se estableció el primer parque nacional español, con el nombre de Covadonga. En aquel intento sólo se logró proteger su macizo occidental, por lo que el parque cortaba las rutas migratorias y nacía cojo e incompleto. Después de 75 años de clamor por su ampliación, en 1995 las Cortes aprobaron la ley de declaración del parque nacional de los Pico. de Europa, que abarca ya a sus tres macizos, con una extensión de 640 kilómetros cuadrados. Parecía que la conservación de los Picos de Europa se tomaría ahora en serio y se acabaría con abusos anteriores como la organización de vueltas ciclistas en su interior o el acceso masivo de automóviles al lago de Enol.
Este verano los políticos y burócratas responsables (es un decir) de medio ambiente nos han dado todo un espectáculo de marrullería, ignorancia, demagogia y cortedad de miras. En vez de comprometerse a fondo en la conservación de ese tesoro natural que tienen en sus manos, se han enzarzado en actuaciones tan lamentables como la concesión de licencias ilegales de caza a enchufados sin escrúpulos, a pesar de que la legislación vigente y el plan de ordenación de los recursos naturales del parque prohibe la caza deportiva. Al menos podrían habernos ahorrado sus confusas declaraciones y sus mentiras sobre una presunta epidemia de sarna entre los rebecos (negada por los técnicos).
Todavía más graves son las amenazas de obras faraónicas en paisajes inalterados con el nivel máximo de protección legal, y en especial la descabellada idea de construir una carretera a Bulnes, en pleno corazón del parque nacional, con la excusa de facilitar las comunicaciones a las cuatro familias que allí viven en invierno (hasta doce en verano). Ante el grito en el cielo de los ecologistas, en agosto se anunció que ya no sería una carretera, sino un funicular que iría de Poncebos a Bulnes. Cualquiera de los proyectos implicaría horadar en la roca un túnel de más de dos kilómetros, moviendo y arrojando miles de camionadas de rocas, a un costo de más de mil millones de pesetas. Obviamente, sería más barato para el erario público y más favorable para los veinte vecinos del rocoso y semiabandonado Bulnes que les regalaran casas de lujo en Cangas de Onís o en cualquier otro lugar de su elección. En una época de austeridad del gasto público sería absurdo incurrir en tal despilfarro. Crear o ampliar un parque nacional no es menos trascendente que construir una autopista o un pantano o despejar y restaurar un recinto amurallado, tareas todas ellas que requieren la expropiación y derribo de las casas adosadas a la muralla o interpuestas en el trayecto de la autopista. La única solución consecuente para Bulnes es el derribo de sus casas y el traslado de sus vecinos (adecuadamente indemnizados) a otros lugares. Por la misma zona se trasladó todo un gran pueblo como Riaño. ¿Por qué vale la pena trasladar a mil vecinos para hacer un pantano, y no la vale trasladar a veinte para salvar un parque nacional?
El parque recibe ya un aflujo excesivo de visitantes. Lo que se necesita es restringir ese número (como se restringe en las cuevas de Altamira para conservarlas mejor) y no incrementarlo con carreteras o funiculares que sólo provocan masificación. Es más, la experiencia mística de comunión con la naturaleza es uno de los más altos bienes que puede proporcionar el parque, y ello sólo se obtiene en el silencio y la soledad, no en el barullo de motores o el griterío de los grandes grupos. Los que buscan ese bien espiritual siempre estarán dispuestos a pagar el precio del esfuerzo físico que supone recorrer a pie sendas escarpadas. Es un precio que no implica comisiones ni sobornos, y quizá por ello rabasa las limitadas entendederas de los políticos marrulleros obsesionados por las obras.
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