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EL ADIÓS A DIANA (1961-1997)

El hermano de Diana pide que se eduque con libertad de espíritu a los príncipes

Isabel Ferrer

Con una mezcla de ternura y firmeza, de indudable cariño fraterno y amargura, el conde Charles Spencer, hermano de Diana de Gales, prometió ayer en voz alta a los príncipes Guillermo, de 15 años, y Enrique, de 12, hijos de la fallecida, que no les abandonaría a su suerte. En un emotivo elogio póstumo, no sólo recordó a una mujer "insustituible, extraordinaria y hermosa". Dirigiéndose abiertamente al féretro que contenía sus restos mortales aseguró que su familia contribuirá a educarlos.

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La advertencia ha podido sonar como una amenaza en círculos tradicionalistas británicos. No en vano el primogénito está llamado a ser rey de Inglaterra. Sin embargo, la propia soberana Isabel II admitió en su histórica alocución del viernes que era consciente de las lecciones que había que extraer "de la vida [de Diana] y la enorme reacción popular provocada por su muerte".Charles Spencer, que en su día se ganó la vida como periodista de la cadena televisiva estadounidense NBC, subrayó que sus sobrinos no eran propiedad de la casa real. Semejante aseveración dio paso a un reto aún más grave, si cabe. "Diana demostró que no necesitaba un título real [perdido tras su divorcio de Carlos] para ser noble. Mis hermanas y yo haremos lo posible para que el alma de sus hijos no acabe envuelta sólo en un manto de respetables deberes y tradiciones".

Y para que los jóvenes y turbados príncipes recibieran sin tardanza la primera lección de sinceridad propia de un "espíritu libre", les dijo lo siguiente: "Diana era intuitiva y llena de dones, pero no una santa. La tentación de canonizar su memoria es vana. Ignora la esencia misma de su humanidad". Lo dijo mirando sin pestañear a su familia política, los Windsor, y a los presentes en la abadía de Westminster.

En su afán por mostrar por fin al mundo el verdadero rostro de la princesa de Gales, su hermano hilvanó con maestría un canto fúnebre no exento de ironía. "Es terrible pensar que una niña llamada Diana, en recuerdo de la diosa mitológica de la caza, fuera perseguida hasta la muerte". Pero el acoso se acabó para siempre, afirmaría luego. "Nosotros, la familia de Guillermo y Enrique, no permitiremos que sufran la agonía que la ahogaba en lágrimas".

Dulce y demoledor

Los denominados paparazzi, que la fotografiaron sin tregua, y la prensa sensacionalista no tendrán ocasión de molestar a los príncipes si su tío se sale con la suya. Durante la larga semana de vigilia por la muerte de Diana, ni siquiera los círculos reales más herméticos han descartado que Carlos de Inglaterra, su ex esposo, trate de ahorrarles a sus hijos el calvario del ojo público.

El homenaje personal del cabeza de familia de los Spencer, unas veces dulce y otras demoledor para algunos de quienes rodeaban a la princesa, trató de aclarar algunas de las facetas de su carácter. Recordó "su travieso humor e inolvidables ojos". Alabó "su carácter compasivo y sentido del deber y estilo". Haciendo suyas las contradicciones de Diana, admitió que era "insegura y frágil y de ahí sus accesos de bulimia", el trastorno alimentario que sufrió al principio de su malogrado matrimonio con el príncipe de Gales.

Al desgranar la personalidad de su hermana, despojó al encanto y atractivo percibido por el público de toda banalidad. "Su deseo de hacer el bien a los demás parecía a veces casi infantil. Dándose podía liberarse de la sensación de que no encajaba y todo lo hacía mal". Pero, a pesar de todo y de una turbulenta infancia en un hogar de padres divorciados, "ella logró mantenerse fiel a sus principios, me protegió y fue siempre sincera consigo misma".

Sus palabras, seguidas con tensa emoción dentro y fuera de la abadía, se cerraron con un acto de agradecimiento. "Le doy gracias al Señor por la vida de una mujer que me enorgullece llamar hermana. Un ser único, complejo, extraordinario e irrepetible. Diana, cuya belleza externa e interior jamás se extinguirá en nuestra memoria". Con la voz rota y lágrimas en los ojos, Charles Spencer recogió sus notas manuscritas y ocupó de nuevo su asiento frente al altar mayor. Un aplauso, cerrado y Iiberador, estalló entonces a las puertas de Westminster para atravesar a continuación, imparable, el templo entero.

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