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Una mujer enamorada

Juan Cruz

Lo primero que nos dijo, recibirnos en su casa de El Vedado, el barrio de La Habana donde vivía, fue que Un verano en Tenerife era su mejor libro. Lo escribió después de haber estado en la isla canaria, de donde era su marido, periodista Alvarez de Cañas del Diario de la Marina. En Tenerife fue feliz y además las veces que vino, hasta finales de los años cincuenta, era recibida como una visitante ilustre, una poeta celebrada como un orgullo local por sus colegas isleños.Tantos años después, el recuerdo de esta experiencia insular le resultaba humanamente enriquecedor a Dulce María Loynaz, porque evocaba acaso el instante pletórico de su vida. Aquella casa de La Habana parecía detenida en los años previos a la revolución, que la situó para siempre en el ostracismo. Su marido fue al exilio y regresó luego para morir allí, pero ella siguió rodeada de los viejos muebles de su familia, rica, en medio de un esplendor que fue haciéndose cada vez más igual al color que tiene la madera vieja.

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En esa atmósfera, Dulce María Loynaz recordaba lass visitas canarias como elementos luminosos de una vida que desde hacía tanto había sido iluminada por las velas de pobreza y ahora aparecía su cada por una sólida melancolía. Antes de aquel matrimonio, Dulce María Loynaz había sido impulsada a tener una relación de conveniencia que se rompió pronto; a los 40 años vivió su luna de miel con Alvarez de Cañas, que la llevó al Puerto de la Cruz, en Tenrife, y fue este viaje el que dió origen a aquel bello libro con amor y de recuerdo.

Silenciosa, azotada por e melancolía con la que siempre trató de detener aquel instante feliz, habló en nuestra visita de ese viaje y también se re rió a los recuerdos placenteros que tenía de cuando Lorca y Juan Ramón le visitaban en aquel caserón de ricos antiguos en el que ahora nos daba café en tazas que parecía guardadas desde entonces. Su casa fue el lugar en el que reunía la Academia Cubana de la Lengua y la visitaban los poetas -Manuel Díaz Martínez tuvo la amabilidad de llevarnos a nosotros en esta ocasión- y también iban a ver otros personajes de la cultura isleña. Alicia Alonso, la célebre bailarina, coincidió con nosotros aquella tarde y parecía milagroso que se vieran pues las dos estaban al bordo de una ceguera dulce y prolongada.

Dulce María Loynaz era de conversación sincopada seca, amable pero distante como si detrás de sus recuerdos hubiera un peso muerto un gran cansancio. ¿Y por qué aquel fue su mejor libro le dijimos al final. Ella nos miró con sus ojos vivos pero lejanos, dulces y demorado "Porque está escrito por un mujer enamorada". Y siguió quieta en su banqueta de rejillas, un sillón más antiguo que su casa y que su vida.

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