Adiós, Amor; adiós, Vida
Al poeta Jaime Gil de Biedma le gustaba recordar el encuentro cotidiano de dos magistrados de Oviedo que se saludaban de este modo equívoco en las mañanas del primer franquismo en las calles de la vieja capital asturiana:-Adiós, Amor, decía uno.
Y el otro replicaba, cortés:
-Adiós, Vida.
En realidad, se llamaban por sus apellidos; a Jaime le gustaba recordar el estupor puritano de los viandantes, que creían asistir al inicio o a la prolongación de una aventura sentimental cuya expresión entonces se hallaba condenada a la oscuridad.
Las palabras dicen lo que dicen, pero a veces quieren decir otra cosa. Gabriel García Márquez dijo el otro día en Zacatecas, en el Congreso de la Lengua, que descubrió el valor verdadero de las palabras cuando estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta y le avisó un cura gritándole desde e¡ otro lado de la acera: "¡Cuidado!". Hasta entonces -Gabo tenía 12 años- la palabra cuidado era algo que él escuchaba en el pasillo de su casa, en las copias del colegio o en los cuentos que le decía su abuela, pero nunca le había afectado esa palabra hasta que descubrió su efecto en la piel propia.
Las palabras nos afectan según quien las usa; aquellas que expresan ternura, o cariño, se quieren y se desean vengan de donde vengan; las que expresan insulto se aceptan, se interiorizan, se rechazan o nos dejan indiferentes dependiendo de la boca que las lance.
Tienen vida propia: son guantes o son cemento; las palabras son tacto o son el espíritu mismo de la agresión. En la profesión periodística actual, en medio de lo que podría llamarse la batalla de Madrid, pues aquí se produce mayormente, se usan palabras terribles que recuerdan los pasquines previos a la guerra civil; en un artículo, que ha sido muy ponderado pero muy poco glosado, Fernando Fernán Gómez se preguntaba en la tercera de Abc, literalmente, "¿Qué les pasa a los periodistas?". El extraordinario actor, el espléndido socrático, decía, entre otras cosas: "Echo una ojeada a los periódicos de dos días y encuentro estos epítetos que algunos periodistas dedican a sus compañeros de profesión: cochambroso,vil, chivato, cobarde, difamador, plumífero, calumniador, infame, traidor, sanguinario, abyecto, canalla, momia, mercenario, tonto, mastuerzo".
Es un buen ejercicio de recopilación: si lo hubiera venido haciendo desde 1993, cuando se inicia, más o menos, esa batalla de Madrid, hubiera tenido suficiente material como para construir una enciclopedia nacional del insulto. Son, además, palabras de ida y vuelta: las mismas palabras, dichas contra los que así se expresan, son estimadas por éstos como agresiones alevosas a la libertad de expresión o a la dignidad que ellos atesoran como distinta a la dignidad de los otros.
Es un problema de palabras y también de sintaxis. La gente aquí se ha indignado mucho, por cierto, con Gabriel García Márquez, que en aquel mismo congreso de Zacatecas pronunció su famosa abjuración de la ortografía, su ya popular disgusto por las haches. No está uno facultado para interpretar a nadie, pero se nos permitirá decir que acaso lo que quiso hacer el premio Nobel de Aracataca es llamar la atención sobre la sintaxis. ¿Qué importa la ortografía si no hay sintaxis? Él no lo ha dicho, pero en este país lo ha recordado Francisco Umbral: este gran poeta que hizo de las palabras mariposas imborrables escribió Cien años de soledad con unas haches cojonudas, en la expresión de Umbral. Cuando Nabokov se aburrió de ser excelsamente sintáctico se dedicó a la ortografía, a desembarazar las palabras, a abrirlas por las axilas y por las patitas de araña con las que andan, y halló que las letras tienen colores distintos, y que los signos de puntuación respiran de modos diferentes. Pero es que antes tenía la sintaxis: la había dominado, era suya; podía preocuparse ya de otras cosas. De la ortografía, por ejemplo, que es la caligrafía de los ociosos.
La nuestra es una lengua repleta de signos y de inconveniencias; pero todas las lenguas son así: la ortogrfía es la muleta, el lugar común, allí donde uno se acuesta cuando lo manda la naturaleza. Cuando tiene sueño, por ejemplo. Es lo que fluye naturalmente, aquello por lo que no tenemos que preocuparnos porque existe sin más, como una condición previa a la escritura, como lo que hay que tener. El problema es la buena sintaxis, lo que se dice y cómo se dice, esa especie de paciencia que tiene la lengua para expresarse de modo que todo el mundo sienta que fluye lo que se dice sin la violencia de picos y valles en que tantas veces convierten la tortura de su escritura algunos campeones del insulto. Es una cuestión de sindéresis y también de amor por las palabras, una de las formas de respeto que el ser humano se reserva para relacionarse con los que se le parecen. Subrayando su aparente preocupación por la ortografía, por otra parte, García Márquez ha conseguido, por otro lado, que los medios de comunicación se fijen en algo que aquí se ha discutido poco. ¿Y si además de no tener ortografía tampoco tuviéramos sintaxis?
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.