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Comer comida

Cuando todavía es aspiración de una quinta parte de la humanidad y un tercio no lo hace suficientemente bien, los que aparentemente gozamos de la saciedad hemos perdido casi por completo la referencia de qué es alimentarse. Hemos ganado en cantidad pero la dieta se empobrece y desnaturaliza como casi todo. Se come sin sabor y sin saber. Aceptar gustos y apremios de otros a menudo repercute a enormes distancias y, sin que queramos reconocerlo, también en la intimidad más querida, la del propio cuerpo.Todavía más lejano de la apreciación queda él hecho de que para comer primero hay que dar de comer a los suelos. La fertilidad ya es casi por completo artificial, es decir química, en dos terceras partes del mundo. Se han solucionado ciertamente penosas tareas, pero se han sumado enormes y generalizados procesos de mineralización de la tierra, primer paso para la erosión y parte de la contaminación de las aguas y de los aires. Todavía más quebrantos dejó y deja la masiva utilización de biocidas, es decir, de una amplísima gama de tóxicos químicos destinados a acabar con casi todas las otras formas vivas que pretendan coincidir con las que a nosotros nos mantienen vivos. Pero el disparo contra insectos, hongos o hierbecillas a menudo sale por la culata.

De acuerdo con las más recientes investigaciones, resulta casi por completo ocioso, aunque rentable para algunos, regar el planeta de venenos. Nimio, un 4%, es el porcentaje real de producto salvado de la voracidad de los no humanos. Antes de la guerra total contra los competidores de nuestros cultivos se perdía algo más del 30% de las cosechas y ahora un poco menos de ese mismo porcentaje. En medio ha quedado la extinción de numerosas especies, el empobrecimiento de las poblaciones de casi todas las aves y de no poca flora espontánea. La plaga son los plaguicidas.

En cualquier caso, lo verdaderamente grave y por demás paradójico son las enormes bajas humanas. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, la manipulación directa de los biocidas se resuelve cada año con tres millones de casos de envenenamiento y unas 220.000 defunciones. Esos venenos también matan ocasionalmente, en España, casi siempre en nuestros ultraproductivos cultivos de invernadero. Hay 735.000 enfermos crónicos en el mundo por causa de los insecticidas. La reducción de casi un 50% de los espermatozoides de los varones blancos parece relacionada con los pesticidas. Aunque bien mirado esto podría ser considerado más como solución que como parte del problema.

Todavía más absurdo resulta el que tan sólo el 0,1% de los tres millones de toneladas de pesticidas utilizados en el planeta alcancen su objetivo: matar a algún insecto o vegetal no queridos. El resto se queda ahí, contaminando. Es más, anualmente casi todos los ciudadanos de una sociedad consumista ingieren, junto con sus alimentos, de uno a seis kilogramos de aditivos, colorantes, estabilizantes, conservantes y biocidas que se van acumulando en los tejidos grasos con efectos poco conocidos. Aún así la Academia de las Ciencias de Estados Unidos mantiene que 28 pesticidas de uso común pueden provocar cáncer y que la información sobre el 90% de los utilizados es insuficiente.

Por si todo esto fuera poco, la química agraria prohibida por su letalidad en el primer mundo se sigue exportando al tercero. Por suerte hay una clara, rigurosa y más que demostrada terapia para tanto descalabro silencioso y aceptado. La agricultura ecológica opta por procesos naturales, desfertilización y descarta el uso de cualquier biocida. Los resultados económicos resultan equiparables a los obtenidos por los cultivos hoy convencionales. A lo que debería sumarse una cadena de beneficios ambientales y para la salud también realmente incalculables. Según la Asociación Vida Sana, en nuestro país hemos pasado de unas decenas a nada menos que 2. 439 agricultores y ganaderos que están optando porque comamos comida. Ya se cultivan y pastan biológicamente cerca de 100.000 hectáreas. Es poco, pero alimenta la esperanza de una sensatez que todos nos merecemos.

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